La visita del Presidente de Colombia fue espectacular. Activó los aparatos de seguridad en la capital. Aparatos que demostraron estar entumecidos por falta de uso.
Este “abandono” fue objeto de impugnación por una fracción de la elite represiva, “ausencia de dirección correcta” –se dijo-, la cual debe orientar a estos aparatos en el siglo XXI para su encadenamiento a la nueva guerra de estos cien años. Otros lo interpretaron como prueba de la mansedumbre del pueblo ecuatoriano.
Uribe llegó a Ecuador después de un salto mortal de relaciones con Estados Unidos. El Palacio de Nariño contempló el tránsito del Secretario de Estado Colin Powell al más entusiasta halcón de la administración norteamericana, el Secretario Donald Rumsfeld, quien permaneció en Bogotá hasta pocas horas antes de que el Presidente colombiano volara, con fresca memoria, al encuentro con su colega Lucio Gutiérrez.
Quito lo recibió sin asombro, un par de aviones escolta y algunos helicópteros oteaban desde lo alto protegiendo al cielo. Una población aparentemente bucólica y desprevenida miraba con sorpresa el despliegue de uniformes, armas, francotiradores, temores que copaban las avenidas de acceso al aeropuerto. El Palacio de Carondelet se vistió de cuartel sitiado por sí mismo. La autopista al Valle de los Chillos fue bloqueada y armada, desde su inicio en El Trébol hasta la Escuela de Perfeccionamiento del Ejército. El Palacio Legislativo también vistió de camuflaje para escuchar lecciones sobre las razones del miedo.
Los demás espacios de la ciudad de Quito y el resto del país permanecían sin guardia, protecciones ni aprensiones, como generalmente ha sido visto el conjunto de edificios donde funcionan instituciones del Estado.
En las calles nadie se esforzó por saludar al visitante. Sus estrechones de manos no rebasaron el personal de seguridad del segundo círculo.
No era desinterés, sino respuesta a la convocatoria de guerra que hacía a Ecuador el Presidente colombiano.
Uribe enfrenta la tragedia de un Estado corrupto y descompuesto, factor de división de su sociedad y de pérdida de jurisdicción sobre el territorio colombiano. Requiere de ejércitos vecinos para derrotar una reacción social de diversa cualidad contra la decadencia que ha impedido que Colombia tenga un ambiente de paz y desarrollo.
Ya no le basta ese ejército, tampoco los paramilitares ni el apoyo financiero internacional. Ahora es imprescindible la participación de los ejércitos latinoamericanos conducidos por alguna cabeza multinacional visible que mezcle TIAR, OEA, Naciones Unidas, FMI, BM y alguna creación reciente.
Cabría preguntar si un Estado y una elite política merecen mantener la conducción parcial de la nación sobre muletas hechas de ejércitos circundantes y, en última instancia, de las fuerzas armadas más poderosas de la Tierra.
Esta circunstancia es suficiente para ubicar que la solución del conflicto de Colombia está en la creación de un Estado nuevo o en la reforma del que existe desde la formulación política de los diversos intereses colombianos. Las partes contendientes deben fijarse ese objetivo para alcanzar la paz. No, el desarme del otro que, en las actuales condiciones, debe ser consecuencia y no principio del diálogo.
Creer que la solución está en la respuesta positiva a la convocatoria bélica es romper la mansedumbre que ha caracterizado la vida de los pueblos de América Latina después de sus revoluciones liberales del XIX y comienzos del XX. Desde entonces hasta hoy, las escaramuzas bélicas de la región han sido territoriales o de fronteras y de menor trascendencia.
La opresión militar ha tenido momentos terribles que la califican los lugares que la miraron: Cono Sur, Centro América y más.
Cuando se desnaturaliza la voluntad de paz de los pueblos quedan huellas y espíritus explosivos que no se aplacan sino en la derrota o la victoria que no siempre contienen las virtudes de las soluciones no violentas, en las cuales se reconocen los intereses de los que integran el paralelogramo de fuerzas que en cada momento se hace y rehace.
No es la guerrilla colombiana la que contagia de violencia a los pueblos de Latino América, es el involucramiento de Estados contra esa guerrilla y a favor de un poder degradado lo que puede convertir la mansedumbre en ira colectiva.
Es posible conducir naciones a la guerra con premeditados crímenes o titulares de prensa y TV destinados a inocular disposición bélica. Pero es imposible aplacar la ira de los mansos arrebañados por la violencia y por el maniqueísmo ideológico que, descubierto, desata erupciones sociales.
Los verdaderos guerreros en la historia conservan en su memoria el decir de los pueblos “cuídame, Dios, del manso, que del bravo me cuido yo”.
Han pasado varios días de esa visita y no se valora la declaración conjunta, pues si bien estos Presidentes andinos se reclaman idénticos frente al propósito de mantener el bien, hablaron en el lenguaje ambiguo, polivalente, encubridor que se usa cuando se dice lo que no se quiere que se sepa, pero sirve para afirmar más tarde que “fue un compromiso que se debe cumplir”.
La violencia en Colombia no se oculta, acaece con o sin disfraces y argumentos. Es su mayor tragedia. La violencia en Ecuador aún exige eficaces titulares, abundantes hallazgos de cuerpos del delito y demostraciones de que es imprescindible protegernos del mal que está en la frontera.
Conseguirlo depende de la técnica de titulación en la comunicación colectiva, pero todavía exige destruir la conciencia a la que le repugna no saber qué apoya en esa presunta guerra ni contra quien se ejerce una violencia que no posee ni necesita.