Premeditada ideologia del miedo

Un pavoroso temor persigue a un sector de la colectividad. Actos de terror de procedencia predictible constituyen el motivo visible que predispone incrementar la represión a delitos, terrorismo y a todo lo que se le parezca. Un premeditado temor tiene que ganar sin importar la justicia ni el derecho. Bastan sus armas.

En Roma, el Coliseo hizo las veces de varios ejércitos represores, vaciaba al adversario y, sobre todo, a la plebe de sus potencialidades. Hoy, aquel coliseo ya no es el mismo. Tiene alas, da la vuelta al mundo y donde se detiene lo hace siempre en nombre del eje del bien.

Ha desplazado a la gallera criolla. Allí todavía escogen al gallo «colorado», «negro» o «rubio». Una chispa les atribuye un color. La inmersión de sus cabezas en las bocas repletas de aguardiente de los instructores multiplica la furia que desde el tablado se alienta: ¡sácale un ojo!, ¡clávale las espuelas!, ¡desángrale!, ¡bravo, quedó ciego!, ¡ahora, al cuello! El pulgar de la suerte gira hacia la arena. La masa arriba al clímax y exclama: ¡termínalo!

Pero hay otros quehaceres ideológicamente rentables. El perródromo. Una pelea de perros cultiva aún más la vehemencia de los asistentes al contemplar la agonía del vencido mientras el vencedor lo aniquila y desde los peldaños se vocifera: ¡los huevos!, ¡mastica!, ¡traga!

Los ánimos deportivos no están solos. Existen políticas de control clandestinas o encubiertas que lucran con ellos.

El cine-tv inyecta masivamente una adicción morbosa por la agonía de los perdedores (los malos). Reproduce la inconciencia de los hilos que encienden la violencia.

La misma violencia encubre pasaportes y vínculos que la promueven. Realiza la pasión que hipnotiza. La ilusión que transmite es simple. La violencia buena triunfa contra la mala. El miedo reclama más seguridad. Noción que invade al mundo con riachuelos de sangre y ambiciones confrontadas desde la administración Bush.

Estipulación previa es haber degradado la condición humana y de país. Haber gestado la vocación por las penas máximas, si fuera posible, globalizar y modernizar patíbulos, garrotes, sillas eléctricas. Se sumarían aportes criollos, la cacería y el abatimiento. Se educa en el culto al revólver fácil.

La obsesión por el padecimiento del delincuente sacraliza las desproporciones de la vindicta pública, el escarmiento, la lección ejemplarizadora, la merecida sanción extrema.

El verdugo prolifera hasta ser colectivo de administradores sin ánimo de lucro, cuyas fuerzas del orden pueden aniquilar a cualquiera buscando la eliminación del mal.

Aquí no se ha avanzado un ápice en la comprensión del peligro del bien maniqueo durante los últimos 500 años.

Estos Estados, perforados por el uso, no contienen ni su propia evolución. Se convierten en campos de operaciones bélicas del simulacro del bien contra el simulacro del mal.

El Estado destruido por su servidumbre al Plan Colombia ubica como espectáculo la lucha contra el delito, coartada de monopolios y arbitrariedad impuesta a una administración arrodillada y periódicamente ensillada para que corra por el andarivel del bien.

Los santos oleos pudieran darse a las promesas de tasas de crecimiento de 5, 6 o cualquier por ciento. Al moribundo ya no le importa qué se le diga. No faltará quién le asegure que va a un mundo mejor.

Las nociones penales brotan de la ideología. La misma que se distribuye y alimenta terror, demanda de seguridad y presunto combate a la delincuencia.

La seguridad que se engendra en el miedo prefabricado y preconcebido es la mayor amenaza contra una nación. Así fue y sigue siendo.

Tras una cortina de pintas cruentas, rings de muerte o más seguridad, se incuba sobre todo la ceguera del principio del fin de este Estado.


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