La especulación financiera disfruta de alta rentabilidad en la agonía del Estado y su jurisdicción.
En la disputa entre el gobierno –apoyado por sectores políticos que han proclamado diferencias conceptuales– y la oposición oficial –integrada también por distintos– se mantiene una contienda cuasi moral y administrativa de mutuo repudio.
La superficie de esta pugna exhibe reclamos partidarios, gregarios, familiares y algunos personales. Aún no está en juego nada esencial que cuestione la política real que ejecuta la representación en el Estado.
La evolución de este conflicto desnuda el carácter innombrable de los hechos que han mermado la soberanía y liquidado el papel del Estado en la economía.
Bajo la creciente beligerancia yace otra realidad: el poder juega en solitario con fichas de la brutal enajenación política.
Conflagraciones jurídicas disfrutan del rabulesco entretenimiento entre la Constitución, sí y la Constitución, no o simplemente recuerdan que la Constitución murió en el golpe de Estado del 97 y aún no resucita.
Resulta inútil la retórica de caso, crímenes sin jueces, jueces obedientes y sin balanza. Incluso la denuncia de lavado de dinero –cometido tan antiguo como la moneda, practicado con profusión por el capital financiero y mas aún por el especulativo– deviene motivo superficial ante la necesidad de cambiar de poder en la conducción del Estado.
La síntesis de la confrontación supone el fin del gobierno o del grupo Febres Cordero. En ambos bandos hay reclamos de conciliación, posturas blandas ante las puertas del infierno que temen.
En rincones sombríos del paralelogramo de fuerzas, aparecen fantasmas que se imputan nombres feroces, «contras» o «alquaedas», según posiciones respecto de las funciones del Estado.
Desde mandos continentales se plantea que los ejércitos sudamericanos ante el decaimiento de las economías y Estados nacionales no han de vertebrar intenciones nacionalistas o meramente nacionales. Su tarea básica radica en la lucha contra el crimen, las drogas, el terrorismo, la inseguridad y el alineamiento irrestricto en las tácticas de la defensa continental.
De esta manera, a la desregulación del Estado -que garantiza su ausencia donde se encuentre la «posmodernidad»- se suma el olvido de los orígenes y estrategias independentistas de las Fuerzas Armadas para dar paso a cierta incipiente y paulatina privatización de los ejércitos.
Un día, de la guerra se encargarán las mismas empresas que ya ofrecen seguridad en otras partes del mundo. Esos servicios bélicos harían innecesarias las «viejas” funciones de Fuerzas Armadas en quehaceres que «históricamente” han caducado. Sus miembros tendrían prioridad en los empleos para mercenarios de esas empresas.
Nada de esto supone la presente disputa. No obstante, la loza de palabras que la fragua podría resquebrajarse y dar paso a la conmoción mayor desde la fundación del Estado.