El bicentenario del nacimiento de Hans Christian Andersen (1805-1875) fue conmemorado honda y comparativamente con el mundo de hoy.
Su percepción literaria de lo que emana del Estado amplió la visión de la política.
Descubrió lo que caduca y se rehace intermitentemente en él y que en el siglo XIX continuaba a pesar del antecedente de la Revolución Francesa.
Percibió solemnidades, liturgia y pompa que elevados estamentos lucían para asombro, entusiasmo, temor y embeleso de los súbditos.
La narrativa de Andersen consagró maravillosas páginas a principescos arbitrios que salvaron o liquidaron reinos: la disposición heroica, el martirio y hasta el cambio del feudo por un ataúd de joyas.
La tributación de honores no se marchita. El honor está en la consagración a cada instante: ceremonias, coronas, bandas, capas, vestidos, bastones, anillos, collares, medallas, magias, pasiones esotéricas, hechizos, misas y varas para medir habilidades y vasallajes cortesanos.
En respuesta, los monarcas prestaron el cuerpo, no su espíritu, mezquinaron la palabra o la pronunciaron vacía. Pocos la cuidaron. En un extremo, se convertía en sagrada. La imprenta hizo posible abundar en ella. Entonces comenzó a declinar el carácter sacro de la misma y brotó de la tierra exigir correspondencia con el pensamiento y su ejecución.
Así se alejó de lo divino y se acercó a lo estético. Decían en verso discursos y contradictorios saberes. La rima del rey sonaba a sinfonía. La ridiculez decoró el mando.
Se actualizaron marchas triunfales. El Jefe de Estado quedó, además, sujeto al ritual de las armas, informes castrenses, trompetas, cañonazos, compás de espuelas, himnos a cada paso, fiesta o media vuelta.
En fin, lo que recordase el Estado. Depositante de títulos y preeminencias. En su inercia, fabricante de apariencias, formalidades y simulaciones.
Cuando el Estado se precipitó de Luis XIV (necesario, trágico, trascendente) a los Luis XVI (innecesarios, intrascendentes, decapitables) advino con la nueva democracia la posibilidad de existencia del pensamiento al margen del Estado, como fue siempre en los amenazantes silencios o levantamientos colectivos.
La excepción solo se daría en crisis esenciales, esos esporádicos y violentos ascensos que aporta el movimiento social.
Rubén Darío en su descripción del cortejo que «ya viene…» detonó la vacuidad de ruidos, sirenas, seguridades, caravanas, motores estruendosos y guardianes dispuestos a entregar la vida por no se sabe quién.
Hubo formas mas simples y perdurables para probar la fidelidad de los cortesanos. De esos símbolos, el mayor seguramente es “El (invisible) traje del Rey”.
Permanece y se vuelve visible en el Estado. Allí basta ver lo que no se ve. Alabar y exaltar lo que no existe.
El tiempo ha sumado fantasía, crueldad, absurdo y ridiculez del mando. Risas y lágrimas que en Andersen tienen la edad del Estado.