Lograr que la sociedad libere iniciativas y que el Estado sea cada vez más predispuesto a democratizar sus relaciones contribuye a la fortaleza social. Cuando la sociedad civil resulta más poderosa que otras fuerzas, medios de comunicación y notables aparatos económicos, es entonces cuando el conjunto progresa más y alcanza mayores niveles de libertad; esta fortaleza mayor no nace de la debilidad de los otros sino del progreso de todos; así, individuos, gremios, cámaras, asociaciones étnicas se expresan con cierta libertad superior, lo cual exige reconocer a esa inmensa diversidad que existe en cualquier país.
Democratizar supone elevar la institucionalidad y primordialmente extender el conjunto con primacía de la sociedad civil. Se requiere profunda renovación de ideas, confrontación de comprensiones y polémicas sin argucias, sí con argumentos, repletos de búsquedas de renovación que eleven la disposición al cambio y supriman el miedo a la libertad. Así, la institucionalidad progresa y supera periódicamente límites que enfrenta.
Ampliar y profundizar la democracia supone libre juego de ideas –ocasionalmente, no-. No obstante, siempre es reconocimiento de una diversidad de intereses. Su esencia radica en que el Estado sea relativamente menos fuerte ante la sociedad civil y mientras pueda decidir, en casuales circunstancias, por sobre el Estado. Esto dotaría a la reproducción de la sociedad y sus organizaciones de mayor potencial progresista.
El Estado bajo su actual estructura estimula comprensiones que limitan la crítica necesaria a “problemas”, individualiza acusaciones y “culpas” e impide ver relaciones mandatorias que deben ser transformadas. Formas vacías de oposición han tenido resultados estériles, más aún reducidas a la imputación individual.
Hacia la libertad no hay mejor preparación que reconocer limitaciones; para una democracia más avanzada hay que advertir que la actual se ha estancado, que apenas se generan nuevos vínculos en la sociedad y que entre esa novedad deben estar en primer lugar nociones críticas respecto del mismo movimiento social y sus alternativas reales. En síntesis, la globalización del capitalismo gestó un momento prologando de parálisis reflexiva.
En Latinoamérica son menores los problemas de gobernabilidad desde la población; no sucede lo mismo con el poder. El poder económico y su estructura impiden transformar el Estado, comprendido como espacio de acumulación y fuente de grandes riquezas.
Distintos gobiernos del ‘mando democrático’ y del no tan democrático han dado paso a instantes de acumulación, característica de organizaciones estatales en tiempos que gobiernos de ‘derechas’, ‘centros’ e ‘izquierdas’ han ‘sufrido’ por ambiciones de sus integrantes y allegados, generando una ética del poder que hace del aparato estatal otra empobrecida cuna de nuevos ricos.
El fenómeno de la corrupción no es un cuestionamiento, se reduce a una moral que invade la esfera política; la vetustez de una estructura estatal da origen a interconexiones entre funciones del Estado que demandan relaciones comerciales para tornar correspondientes y eficientes las demandas de cualquier sector.
Hay sociedades de virtuosa resistencia; el pueblo lo ha demostrado y resiste, porque sectores que conducen ideológicamente a la sociedad han logrado generar elementos de entretenimiento, satisfacción y espejismos de conquista que tranquilizan a la sociedad y la dotan de cierta satisfacción y cierta apariencia de triunfo.
La condena a individuos es parte de un juego ideológico de experimentada eficacia. Tirar piedras ‘destruiría al mal’; el resultado es una grave simplificación del problema.
El juego de encontrar ‘al malo’ en la lucha contra la corrupción genera una ruptura que deviene elemento de control social al separar la moral de la política. Quien aparenta ser moral declara “yo político no soy, soy persona honesta”. Esa honestidad es simultáneamente una forma de disfrutar del ‘bien’, incluso de la incomprensión de conflictos sociales. Mientras partidos políticos presumen que se encargan del poder, el poder sabe que él sí determina la política; de la moral se ufanan los pobres, “los condenados de la tierra”, las manos limpias. Son quienes llaman a lanzar la primera piedra a la maldad.
Un pueblo dotado de conciencia y voluntad política se libera organizativa, moral, armónica y participativamente; al margen de eso es imposible cualquier transformación, exceptuada la que el tiempo impone inevitablemente.
El movimiento de masas exige condiciones de paz, comprensión de la trascendencia verdadera del Estado, volverlo mas democrático, tecnificado y lograr que el destino de la sociedad sea mas fuerte que el Estado.
Cuando se plantea reducir el tamaño del Estado, se supone prioritariamente en relación con el aparato administrativo. En tiempos de paz, lo importante es que el Estado posea dimensión menor que la proyectada por la sociedad civil. El Estado en tanto espacio de ocupación no productiva es un absurdo, no obstante, siendo instrumento del crecimiento −independientemente del tamaño en sí mismo− solo puede ser comparado con su potencial real.
Comprender la intención del concepto sociedad civil (categoría extraída de la sociología weberiana) supone aquello que no es instrumento político de la nación. Es decir lo que se articula dentro del Estado no es la sociedad civil.
Es importante crear un clima por el cual la política auspicie presencias de nuevas potencialidades, sobre todo, constituir y reconocer bloques de Estados fronterizos, de vínculos internacionales, incluso intercontinentales que sean instrumento de estímulo ante la sociedad civil para que logre consolidar organizaciones de empresarios, trabajadores, etnias y andares evolutivos de tales diversidades.
El problema se resuelve si se eleva el reconocimiento a la presencia masiva y organizada de una sociedad en transformación. La participación de la comunidad en circunstancias electorales y quehaceres de administración estatal están ligados a disputas que mayoritariamente se publicitan respecto de un dirigente o miembro de alguna organización política.
Necesario es advertir que el sistema envejece y el Estado agotado recrea cierta descomposición en sus vínculos entre funciones. Apenas existe una fuerza económica que estimule la producción. América Latina ha sido conducida por intereses financiero-especulativos mientras transita hacia un momento distinto, ligado a prolongadas posibilidades productivas y desde ahí será posible reorganizar el Estado y el sistema de representación que éste debe poseer; para semejante tarea son imprescindibles coyunturas consensuales verdaderas.
En esta segunda década del XXI, el sistema requiere ser refundado, necesita involucrar al Estado y todas sus funciones porque su estructura no dinamiza per se el avance social, crujen sus funciones y la institucionalidad en la que se materializan quehaceres han empobrecido la esperanza de algunos pueblos. La Asamblea no basta como fuente de legislación y reforma para el Estado. La función ejecutiva no es suficientemente dinámica en la ejecución de demandas y políticas progresistas; la función judicial enfrenta una inadecuada concentración. La función electoral es limitada frente al tratamiento de lo que significa democratizar: anhelo de mas creatividad, libertad del elector y atribuciones de los que quieren ser elegidos.
Numerosos Estados han perdido autoridad en sus vínculos nacionales o están debilitados a nivel internacional. La impotencia para conducir desde el arbitrio esta transformación va cediendo a la presión de la espontaneidad; la debilidad social de este cuestionamiento de la realidad ha conducido a que sectores de notable amplitud intelectual y mayor comprensión se manifiesten contra esta demanda, porque están en pos de impedir que la espontaneidad bruta genere rupturas al arrastrar profundos desequilibrios sociales.
El movimiento que apoya esta demanda es diverso, social y culturalmente pluralista; está guiado desde cierta espontaneidad con la que de alguna manera podría dar al traste con la inercia de la tradicional política. Generalmente, se ha pensado que los candidatos conducen desde su arbitrio la transformación y la ruptura. Pero en el caso de Latinoamérica hay momentos concluidos, ningún Estado permanece siendo como fue, se impone y acelera cierta previsible aproximación al porvenir.
Arrancar a Latinoamérica del subdesarrollo no es objetivo que se alcance en un periodo gubernamental; demanda tensión de todas las fuerzas latinoamericanas y la coparticipación de potencias fundamentales de la economía internacional que llegan a cada país, vía inversión extranjera y extrarregional, como vehículo de traslación de tecnología, ciencias y nuevos conocimientos que fecunden un nuevo torrente creador.
Distintos Estados –no su conjunto− reconocen cierta inmadurez para representar la diversidad de la región. No se trata de que millones de latinoamericanos estén en el “Estado regional” sino que sus intereses estén representados. Situación que va admitiéndose en las identidades que se pueden advertir.