El historiador Paul Kennedy en su libro Auge y caída de las grandes potencias descubre en el sacrificio de recursos económicos por la supremacía militar una de las causas de decadencia de las grandes potencias. Su obra es advertencia premonitoria ante el costo que la administración norteamericana prevé para su propia “seguridad”.
Basta ojear la formación y muerte de los imperios para descubrir que siempre fueron vencidos por la descomposición interior, por su contracción material a causa de desproporcionados gastos improductivos y en ocasiones por pandemias de temor y exclusión de lo desconocido o diferente.
Estados Unidos está frente a un callejón sin salida. Según deslices de la información, los virus que atormentan a los medios de comunicación son criaturas propias y “obra de grupos de extrema derecha ocultos en el suelo patrio”.
Esto no basta para afirmar que el enemigo está en Estados Unidos. La realidad es mas exigente. El enemigo está en la descomposición que evidencia la política recién salida del cascarón del atentado del 11 de septiembre, el antiterrorismo, que según su saber combate al terrorismo en el ámbito mundial y mas aún allí “donde se encuentran sus intereses” y donde despliega sus fuerzas militares.
Hace miles de años, Roma fue infectada por un virus, los cristianos de las catacumbas. Pretendían lo que mas tarde lograron, sustituir a los dioses romanos por el suyo. Se diría que solo atentaban contra una fe, pero se constituyeron en un antecedente de la caída del imperio romano.
Hace quinientos años, el imperio español guiado por la todopoderosa Iglesia Católica, demolió la resistencia de los pueblos vernáculos de América, les impuso su dios con la Inquisición y la increíble creatividad de tormentos y suplicios. Eliminaron decenas de pueblos, lenguas y culturas. Pero el mismo oro que extrajo de este continente tan viejo como el europeo cristalizó en demanda para la producción inglesa y terminó con ese imperio donde no se ponía el sol.
Mas tarde, Inglaterra se incorporó al listado de potencias que encontrarían su caída en ese tipo de gastos improductivos.
La Unión Soviética devino en algo semejante a un imperio. El 24 de diciembre de 1991 amaneció disuelta. No hubo un solo disparo, grito de protesta, solitaria añoranza; nadie se puso de pie. Había nacido del sueño de la Revolución Bolchevique, pero después de la Segunda Guerra Mundial hizo del gasto militar que exigía la Guerra Fría un destino irrevocable que destrozó la forma de propiedad que propuso por no corresponder a la que la Historia requería.
Hoy, Estados Unidos concentra principios fatales de imperios -tan mortales como los individuos- cuyos períodos de existencia se han ido contrayendo de miles de años a centenares y decenas. Todo indica que frente a las determinaciones que los minan internamente no hay visión posible desde los ojos de sus administradores.
La caída de las Torres y un ala del Pentágono golpeó a deidades contemporáneas, el dinero y las armas. La respuesta fue el miedo. El Congreso convirtió en ley ese temor al autorizar la intervención en cualquier comunicación, internet, correspondencia, cuenta bancaria, la detención de sospechosos o el arbitrario paradero de cualquier ilegal.
Cuando Estados Unidos bombardea Afganistán se bombardea a sí mismo. Bombardea su autoridad que en ciertos momentos conquistó el mundo. Bombardea el potencial de su fuerza económica, la libertad de sus medios de comunicación, el valor de su propia historia libertaria. Niega la trascendencia de la investigación técnica y científica.
El pensamiento de la administración norteamericana viaja en bombas. Las armas portan sus ideas y las muertes que festejan, el destino de sí mismos. El terrible e inocultable temor que proyecta en los otros oculta el horror que le causan sus propias entrañas.
Estados Unidos teme hasta el paroxismo a sus inventos y criaturas ideológicas.
Los medios de comunicación recrean “el bien”; el mal no tiene voz, es apenas un blanco militar. Se niegan a la critica. Ahora explican las dificultades bélicas en Afganistán con el invierno.
No fue el invierno lo que impidió a Napoleón llegar a Moscú. El ejército francés había comenzado a descomponerse antes. En 1812 el imperio napoleónico decaía por un virus histórico interno.
En estos casos, las potencias convierten al invierno en cómplice de los “malos”. Sucedió igual con Hitler, como si el destino de la humanidad hubiese podido ser el fascismo. Algo de eso hay en la comprensión sobre la guerra contra Afganistán.
Estados Unidos se aproxima a un colapso psico-social. Sin embargo, el mundo aún espera que la racionalidad se erija contra la guerra, contra la euforia encubridora y en pos de una vida fraterna en el mundo.