La acción instintiva de las masas por el progreso siempre implicó su cohesión y también reacciones brutales desde el poder.
Con el Renacimiento emergió no solo la admisión del quehacer colectivo sino comprensiones que se convirtieron en consignas de fuerzas beligerantes. Mayoritariamente, los Estados feudales se derrumbaron en medio de la furia que se resumió en Fuenteovejuna, palabra que ha permanecido en los altares de la política.
El siglo XVII consolidó, desde la literatura, ese pensamiento. Tenía un antecedente en dos culminantes obras de Maquiavelo. En El Príncipe, presintió la continuidad de la violencia a pesar de leves pretensiones de la razón emergente, y señaló los significados de la guerra en La Historia de Florencia.
Fuenteovejuna se reconoció lugar variablemente posible. Las colectividades en demanda de justicia o resistencia podían traducir las equivalencias que ese propósito imponía.
En el siglo XVIII, con la formación de las economías nacionales, Adam Smith destacó regularidades de la economía política clásica y del ámbito político y ético requerido por las naciones.
Otros pensadores, Diderot, Rouseau y Montesquieu, ofrecerían la guía del Estado nacional. Sus principios rigieron diversas formaciones estatales, la concentración de un poder único y sus funciones en grados distintos de interdependencia.
Estas nociones permanecieron sin mayor objeción en las entrañas del mundo capitalista hasta 1989. Año a partir del cual, la ciencia, técnica y visibilidad del movimiento globalizador cuestionarían todas las formas de organización social y sus relaciones.
El siglo XIX había aportado una comprensión de extraordinaria trascendencia al establecer que la historia y su previa evolución constituyen un proceso natural. Sus versiones han tenido menor vitalidad que ese pensamiento primigenio cuya fuerza y vigencia persiste, se arraiga y convoca el ámbito de todas las ciencias.
No obstante, ideas precedentes a tan vital reflexión conjugan una urgencia: incorporar a la política la noción de la especie.
No basta el tradicional humanismo, menos aún el discernimiento homocentrista. Hoy, cuando menos, debe partirse de una visión biocentrista que contribuya a elevar, profundizar y aproximar el pensamiento social a la naturaleza. Más aún cuando, junto a las transformaciones que el trabajo ha propiciado, se incorpora la posibilidad de la manipulación genética.
El sentido práctico muta en las determinaciones inmediatas de su concreción. Una nueva cualidad del Estado podría gestarse en pocas décadas. Brotaría de la aproximación del pensamiento político a la abstracción de la especie humana y a las nuevas fuerzas motrices de su evolución.
Por eso, hacia ese objetivo -y no exclusiva ni principalmente desde el mercado inmediato- ha de pensarse los fenómenos de integración, demografía, medio ambiente en la relación global de cada forma de existencia nacional o estatal. La integración sudamericana, la Unión Europea y todos los procesos semejantes reclaman índices de evaluación distintos a la rentabilidad inmediata o la “concesión” que los de arriba deben a los de abajo.
Todavía es tiempo de la política desde Fuenteovejuna, mientras el Estado nacional y el germinal de la integración crecen en la interdependencia que asimismo requieren sus funciones.
La riqueza del pensamiento y de la concreción política responde y retoña en la necesidad de la especie.
Ahí están presentes viejos saberes. Las condiciones de la reproducción humana, la paz, la tierra, la justicia, su determinación social y biológica.