El crimen de Estado se protege. A priori, está justificado por el silencio que impone. La tradición enseña que son crímenes buenos, no-punibles, ejemplarizadores, inincriminables.
No es una moral. Es la perspectiva del conocimiento y de las armas dominantes. Todo se divide entre lo bueno y lo malo; los crímenes, también.
El periódico El Comercio del 2 de septiembre, en su primera página, informa: «Los crímenes contra la humanidad cometidos por colombianos no serán juzgados por la Corte Penal Internacional. Fue un acuerdo secreto con Pastrana».
Antes, la CPI fue informada que tampoco ha de juzgar a norteamericanos. Estados Unidos no acepta ser parte y no dará ayuda militar ni financiera a Estados, que por pertenecer a esa organización, pretendan enjuiciar a sus soldados. La necesidad del crimen de Estado está sobre las disquisiciones éticas, jurídicas, sentimentales.
Los crímenes de Estado son la justicia. No cultivan aplausos; sí, sometimiento.
El interés se protege en la fuerza. El derecho ajeno, incluso el propio, están demás. No se actúa a partir de imágenes jurídicas sino imperativamente desde la persuasión de la fuerza. Esto garantiza, o no, la continuidad del otro.
El mayor argumento contra la vida es la muerte, hasta que ésta se vuelve subversiva en pos de la vida. Convicción universal del poder y paulatinamente, recurso también de sus opuestos.
El asesinato se eleva constituyéndose en el instrumento político mas depurado en la historia. El crimen de Estado es tan lícito que no puede ser juzgado. Las necesidades no se juzgan, se evalúan, se presentan y se extinguen por la fuerza o se satisfacen por ella.
El crimen se convierte intermitentemente en virtud de Estado por su abundancia, perfección, subjetividad-global-no-afectada que se universaliza. Su auspicio en nombre de la seguridad es elemento de protección. Lo legitima la ley del mas fuerte, el imperativo de la sobrevivencia, la regularidad del darwinismo social.
El triunfo se alcanza a través del crimen que se olvida. El crimen de Estado libera, expulsa de la vida el mal. Ese mal será lo único que se incorpore a la memoria; el crimen tejerá el olvido. ¿Memoria de encubrimiento? Sí, protege lo que el crimen pretende inmortalizar.
Momentos propicios para el crimen los hay de excepcional auspicio. Cuando el poder se precipita en su aislamiento, se cubren de sombras los quehaceres de la especie humana.
Lo oscuro del espíritu de la dominación y de los dominados pospone las agonías imperiales. Así fue, y así es hoy. Las grandes potencias de fines del siglo XX han ingresado en el momento crepuscular, en el ocaso y no en la aurora, como se confunde.
La unipolaridad militar que articula tantas potencias declina y proclama la guerra infinita para que la historia no se repita. Los imperios de ayer “cayeron por falta de crímenes”, no fueron suficientes los que sus ejércitos lograron. En este XXI, las armas son mejores. El control sobre la memoria y el olvido colectivos es mas alto, mas amplio, mas profundo, mas trascendente.
Se inocula en la especie humana una paupérrima noción de seguridad como lo hizo la Inquisición cuando protegió al ser, hecho a imagen y semejanza de Dios, de las tentaciones demoníacas. Liquidar herejes fue la devota consagración para cumplir el mandato divino.
Los inquisidores del antiterrorismo, los que han reducido su pensamiento a no mas de una palabra, son los llamados a gobernar. No admiten una estrategia de paz para ningún Estado. La seguridad es la defensa, la guerra preventiva, la guerra desigual, la impunidad y la culpabilidad a priori constituyen prerrogativas del conquistador. Sus triunfos preceden a las batallas.
Los Estados nacionales se amurallan de ejércitos, trincheras, puntos de mira, sobre todo, de disposición al crimen.
El crimen precedido por la decadencia de las economías nacionales y el “management de la mafia” –la “empresa” mas exitosa de occidente- es una práctica de Estados y potencias que inauguraron el principio de su fin en 1989.