A pocas horas del llamado que Álvaro Uribe hiciera a la sociedad ecuatoriana para que desmitificara el componente militar del Plan Colombia, el secretario de Estado, Colin Powell, criticó la gestión antiterrorista de Ecuador y ubicó limitaciones: los débiles controles financieros del gobierno y el incremento de la anarquía en las provincias del norte de Ecuador.
De inmediato, el gobierno ecuatoriano declaró en marcha dos disposiciones:
“El Banco Central del Ecuador (BCE) se hará cargo de regular a los 22 bancos del Ecuador y a las compañías de seguros, sustituyendo las funciones que actualmente realiza la Junta Bancaria y la Superintendencia de Bancos (SB).” (El Universo, 5 de mayo de 2003).
Y el control fronterizo, cuyas normas constan en el Registro Oficial reservado de 15 de abril.
Al parecer, las demandas de la “seguridad nacional” son irresistibles, incluso al margen del interés nacional, pues se vuelven imperativas desde una comprensión internacional que ubica a las Fuerzas Armadas sobre los Estados.
Los elementos, señalados por Powell y atendidos favorablemente por el gobierno, están estrechamente ligados al Plan Colombia, tal como lo entendió John Snow, secretario del Departamento del Tesoro, cuando culminó su visita a Colombia y, previamente a dos Estados vecinos de ese territorio en guerra, Brasil y Ecuador.
Todo esto en medio de un mundo que, luego de la rápida y triunfante invasión norteamericana a Irak, se impregnó de la certeza de que nadie debe oponerse a un requerimiento de la unipolaridad militar.
La vecindad con la guerra civil en Colombia, hace que los intereses en pugna de ese conflicto conviertan a Ecuador en trinchera, por ahora callada, pero en creciente alerta y disposición a desatar en su territorio las operaciones bélicas que esos intereses imponen.
Así, el Estado ecuatoriano se extingue. Los motivos son pocos, no obstante suficientes. Con la declinación del eje de poder banca-comunidad financiera, el Estado exhibe el empequeñecimiento de su representación política.
En Ecuador, la economía circula en alzas y bajas alrededor de índices que no reflejan desarrollo productivo. Es casa de juegos compartida con los acreedores externos, 50 por ciento para cada uno.
La desocupación es fuente de aprovisionamiento al éxodo que fluye. La exquisita sensibilidad de los capitales contribuye a que viajen discretamente o se ubiquen en partideros listos para fugar. Advierten la significación de la vecindad física, organizativa y anímica del Estado ecuatoriano y sus determinantes ante el conflicto.
En Ecuador sólo se invierte bajo dos condiciones: si el destino es el petróleo o si el financiamiento al sector privado (generalmente extranjero) está garantizado por el Estado ecuatoriano. La destrucción de las empresas estatales es una certeza. Falta Petroecuador y la liquidación del SOTE para el buen desempeño del OCP. Está en marcha, no es una advertencia, es una constatación.
El pensamiento económico del Estado se ha reducido a los parámetros que establecen los acreedores, representados por el Fondo, para garantizar la política fiscal y presupuestaria necesarias para el cumplimiento de esas obligaciones.
La seguridad social corre el riesgo de ceder fondos previsionales para usos-fmi.
La representación política carece de estrategias en todos los planos de la vida social. Sus tácticas, generalmente ajenas, responden a requerimientos externos. Su mayor ambición cabe holgadamente en la diminuta cuasi-moral con la que cada quien exhibe el bien que representa.
La anticorrupción impide ver la corrupción, cuyas cimas no están solo en el incremento de la fraudulenta deuda y el manejo prebélico de la dolarización, sino en la descomposición premeditada del Estado ecuatoriano arrojado a su extinción.
La agonía ya tiene varios años y aún vendrán más. Está ligada a la naturaleza de un Estado obediente, que carece de posiciones propias y al vacío de nociones históricas, suplantadas por las de la autodestrucción.
Por este andar, la estructura estatal no solo que muestra decadencia sino que comienza a ser despostada. De un caso grave, la prensa informa sobre el financiamiento de los programas antidrogas hechos al margen del presupuesto estatal.
El diario El Comercio, el 2 de mayo de 2003, señalaba que la Casa Blanca incrementó en 48% el presupuesto para el Plan de control del narcotráfico en Ecuador. «Pasó de 25 millones en 2002 a una ayuda de 37 millones para este año». «… desde el 2000, la ayuda siempre fue dirigida a la Policía o Fuerzas Armadas», informaba.
El diario recogía interrogantes: «¿Es legítimo que la Policía reciba recursos por fuera del presupuesto del Estado? ¿Quién controla esos recursos?». No basta que «la ayuda sea fiscalizada en Estados Unidos por el Congreso de ese país».
En otras condiciones, la información de prensa hubiese impuesto al gobierno una clara resolución respecto a dicha inversión o a cualquier otra que se haga a instituciones públicas estatales, sin decisión, conocimiento ni control del Estado ecuatoriano.
Se habría convocado a la Procuraduría y Contraloría a establecer mecanismos de autorización, conocimiento e información sobre el destino de esos recursos. Y, a su vez, el Congreso Nacional hubiese exigido conocer el informe de la Policía y las Fuerzas Armadas, sobre la correspondencia de propósitos declarados con el uso de dichos recursos y las políticas del Estado. Si el gobierno no tuviese política sobre los referentes que causan las citadas inversiones, cabría una preocupación: ¿a qué política y a qué Estado responden la Policía y las Fuerzas Armadas?
Si se trata de una desproporcionada circunstancia, debe ser corregida. Si es la regularidad, debe ser reconocida. Advertir la ausencia del Estado es más fecundo que ocultarla.
Las nuevas etapas de la Historia tuvieron siempre una premisa en la cual se unieron el fin y el comienzo de cada Era.
El tiempo que fenece generalmente aporta el embrutecimiento colectivo y de sus elites. El tiempo que llega aporta la exaltación del ánimo de las masas y la abundancia de ilusiones y utopías en las elites.
Las Eras que fenecen son anticorruptas, las que comienzan renacen en condiciones de nueva ética.
El Estado ecuatoriano obedece y acata las disposiciones económicas, políticas, militares, ideológicas y demás que reinan en esta circunstancia del siglo XXI.
La obediencia acrítica que nutre la decadencia caracteriza el fin.