La experiencia política se ha resumido de diversas formas. Sin embargo, con rigurosa coincidencia esencial, se reconoce en la constatación de que la partera de la Historia es la violencia.
En este renovado presente mundial, la administración de Estados, su disolución o incorporación al escenario global precisan asumir la política como el arte de emplear la mayor violencia posible. Esta concepción alcanza su máxima concreción en la militarización del nuevo orden mundial. Los casos de su empleo son diversos en circunstancias y formas de la existencia humana.
En el caso ecuatoriano, la mayor violencia es la inercia. La continuidad de la indiferencia que caracteriza a la comunidad financiera (fuerza determinante de la política estatal) frente a la parálisis e impotencia productiva, al agravamiento del rezagamiento social, cultivo de la ignorancia, desinformación, enfermedad, miseria, desorganización.
La premeditada apatía ante el horrendo significado de las pérdidas ocasionadas a la nación con armas legales -contratos financieros, crediticios, petroleros, de autorización, concesión, asociación y semejantes-, junto a un cultivo de tramas vetustas, han dejado en este territorio una forma de subdesarrollo-en-expansión que como si fuese epidemia invade todos los sectores sociales.
Este subdesarrollo, vertebrado por la deuda externa, impone su administrador, un Min. Finanzas-FMI, y usa el pútrido andamiaje estatal predispuesto a catalizar desvíos fáciles de recursos nacionales en complicidad con los administradores de la catástrofe nacional.
El subdesarrollo está encadenado por ideologías de un mundo de ayer aún en disputa por la continuidad de un poder también de ayer, cuya desproporcionada longevidad es maquillada para asignar, al proceso de imbricación en la dominación global, el curso correspondiente a sus demandas.
No obstante ser hoy el mismo poder, tan invisible como antes, aparece más sólido, exhibido como subordinado y auspiciado por la comunidad especulativa, vestida de más eficaz y tecnificada ante cualquier país atrasado.
La representación política de estas fuerzas es, como fue, desechable. Pero ahora no tanto por sus yerros cuanto por sus «aciertos». Vacunan o contaminan al país con audaces convicciones y temores que luego se descartan. Conceden todo en nombre de esta «post modernidad».
La representación, especialmente política, se integra y califica con la novedad de individuos o grupos que rompen el círculo vicioso de «las mismas personas». Es utilizada para forjar acontecimientos correspondientes a la evolución militar de la globalización ocupada en el reordenamiento del uso de recursos de algunos países y del planeta.
Mientras tanto, crece en la población la sensación de fatalidad, de la nada en el porvenir inmediato. Se huye del territorio nacional como quien escapa de un espacio destinado a cementerio.
Se advierte que al convocar a la unidad nacional se lo ha hecho como si ésta fuese un ‘en sí’, al margen de un ‘para qué’ presente en la curiosidad y necesidad humanas. Se organizan devociones verbales que no trascienden la fonética de palabras como concertación, consenso, terrorismo que no requieren comprensión de la realidad y pueden aplicarse arbitrariamente y en cualquier momento.
Ningún gobierno traicionó, salvo excepcionales momentos, sus palabras o convicciones. Lo que sucedió es que sus acciones estaban tan separadas como el cuerpo del alma –según algunas concepciones religiosas-. Los hechos correspondieron al poder, generalmente representado de manera plural, pluralidad que entabló y entabla tempestuosos y entretenidos debates sobre criminalística política.
Así, el alma verbal del mandatario pertenece a su dios; el cuerpo, a las realidades pecaminosas de este mundo.
Por el contrario, las acciones nunca fueron duales respecto de las demandas de la comunidad financiera que regenta al Estado. La política y el control social fueron circunscritos a comisarías, intendencias, tribunales, cortes. La justicia, a esa política y control. Gestó estigmas requeridos para atenazar la conciencia colectiva reduciendo el ánimo social a la vendetta, tierra fecunda para virus que vuelven invisibles los intereses que mandan en el Estado y en la predispuesta producción de la subjetividad colectiva.
No hay duda, la violencia mayor es la inercia, arte supremo de la política que reengendra el atraso con fáciles justificaciones.