En 1976, a poco de haberse instaurado el poder especulativo que sustituyó al agro-exportador en la conducción del Estado se gestó una transformación en la élite política: dejó de representar directamente al aparato económico y devino ropaje de una tecnocracia intermediaria del triángulo financiero-bancario-mediático.
Esta tecnocracia juntó dos especialidades, el derecho, entendido como forma jurídica de la voluntad del aparato especulativo, y las operaciones monetarias, financieras y crediticias, entendidas como inapelables razones de la comunidad financiera internacional.
El matrimonio entre éstos -derecho y finanzas- dio a luz las mayores estafas de estas décadas, siendo las más sensibles el atraso nacional, la deuda externa, la política petrolera, la corrupción contractual y la expropiación del ahorro colectivo en 1999.
El poder especulativo, con la intermediación tecnocrática, se alejó de los ojos de la población. Se volvió transparente y, a través de sus representaciones, logró aproximarse a la mesa más pobre para hurtar incluso migajas.
La mayor conquista del aparato financiero es haber disuelto la oposición. Las disputas políticas son meras rivalidades con pretensiones morales por la transitoria o exclusiva representación de un poder frente al cual desmaya la crítica y, lo que es peor, desaparecen las palabras capaces de describirlo, reconocerlo o condenarlo.
En la comunicación de masas no hay lenguaje para plantear el problema de los vínculos entre el poder y la política y, menos aún, soluciones de su cambio y transformación. Todo permanece en el espectro supuestamente legal, racional y técnico, formas que usa la camarilla especulativa en su crecimiento.
En este esquema se tejen endeudamientos, renegociaciones, pagos de acreencias, ocultamientos político militares, expropiaciones económicas y más quehaceres absorbentes del Estado. Es la lógica de un anestesiado sometimiento a intereses que han suprimido la posibilidad de desarrollo.
De este inmenso encadenamiento, León Febres Cordero llamó la atención sobre un eslabón, la última renegociación de la deuda proyectada bajo la presidencia de Gustavo Noboa Bejarano.
La denuncia condenó la inmoralidad de su mutación cuantitativa. Cuestiona la juridicidad de los procedimientos de la comisión renegociadora y la pretendida ingenuidad de los decretos presidenciales que autorizaron el uso arbitrario de la cronología y documentación renegociadora.
Febres Cordero calculó la potencial lesión causada al Estado en más de 8.000 millones de dólares respecto de los valores que tenían los antiguos bonos en la Bolsa de Nueva York. La técnica en cuestión habría sido de la empresa Salomon Smith Barney beneficiaria de un desmesurado pago por ese infortunado “estudio” que elevaba el valor bursátil de los bonos Brady de 18 a 60 centavos y aconsejaba tasas de interés que llegaban hasta el 12% por los nuevos bonos Global.
Al aproximarse al fuego especulativo, Febres Cordero ha optado por el vacío, por la sola condena a los culpables, de los cuales se excluye la comunidad financiera internacional.
El vacío histórico de esta fiscalización resulta del desconocimiento de la función de esta comunidad en la conducción del Estado, lo cual reduce la denuncia al extremo de convertir en realidad la figura de perseguir a Gustavo Noboa como “perro con hambre”.
Aquí es cuando Noboa Bejarano puede afirmar que él es perseguido político por un rival que disputa la aquiescencia de la misma comunidad financiera.
El costo de esta rivalidad es alto para el poder, le impone reconocer que la inseguridad jurídica está ligada al control partidario de la Corte Suprema de Justicia y a pleitos judiciales. En ausencia de argumentación sobre el destino de la nación y el Estado, los elegidos optan por la autonomía territorial, económica, jurídica. La causa y la consecuencia desatan la destrucción del aparato administrativo del país, la desinstitucionalización acelerada de la organización social, la criminalización incluso de la ideología, procesos en los que se oculta el aparato especulativo.
El control de la función judicial deviene objetivo supremo, tanto para el manejo contractual cuanto para la inocencia de la crema política que aparece como extensión de la tecnocracia y puente con el sistema bancario.
La fiscalización descubre el momento en que mandatarios o funcionarios deban ser desechados, lo cual atañe también a fiscalizadores y a inocentes de ocasión. Los acusados, contaminados del mal, se piensan a sí mismos perseguidos políticos por rivales en el cumplimiento de su devoción a la comunidad financiera internacional.
Los éxitos parciales de estos procedimientos son innumerables y multiformes. Peldaños en los que se dilata la tragedia del Estado ecuatoriano, su paulatina destrucción por parte de una aristocracia política decapitada que ha hecho de la eficiencia y el pragmatismo la circunstancia principal del liderato, cuya máxima es salvarse mientras pueda.