Se ha propuesto la prolongación de la jornada de trabajo, a pesar de los índices de desempleo y subempleo que llegaron a niveles descomunales para luego disminuir por el éxodo de un elevado porcentaje de la población económicamente activa.
Una jornada de trabajo que deja poco excedente denuncia y acusa al manejo de la política económica y al atraso y carencia de inventiva de la esfera empresarial.
La productividad del trabajo es variable dependiente de los recursos naturales, calificación laboral y administrativa, niveles tecnológicos, equipamiento técnico, entorno del quehacer productivo, grado de confrontación social, condiciones de reproducción del capital, determinaciones internacionales y globales que están sobre la moral, el derecho y los Estados.
El progreso en volumen y calidad de la producción tiene relación con la tendencia histórica hacia la reducción de la jornada de trabajo. Únicamente en momentos excepcionales dicha jornada ha crecido por la arbitraria acción de la fuerza, la guerra y sus consecuencias.
Obsesiones renovadas del liderazgo criollo imbrican y separan alrededor de veinte palabras comodines, cuya sola resonancia deduce conocimiento empresarial y administrativo. La acústica de las soluciones fascina al auditorio selecto. De la moda, esta vez la competitividad y la jornada-laboral-de-48-horas articulan la ‘orientación correcta’.
Competitividad es palabra relativamente inofensiva. El ser competente va en pos de la excelencia que derrama, se dice, el bien general.
Magramente se alude al contenido esencial de la competitividad la productividad del trabajo. Hasta allí llega el esfuerzo. Pronto reinicia la pendiente, el listado de abundantes vulgaridades que sepultan la noción de productividad.
Esto, explicado en video conferencia y el correspondiente uso del data show, inocula éxtasis y credibilidad en los concurrentes.
Por amplio que sea el repertorio de requerimientos fogosos, la experiencia de la competitividad condensa principalmente la violencia que, como arma económica, es componente esencial, abierto u oculto, de la competencia. Lo saben todos los mercados y todos sus actores, caballeros, damas, ejecutivos, manangers, gerentes y más; también, los delincuentes desnudos o disfrazados de cualquiera de los señalados papeles de mando.
Asaltantes de caminos y bancos miden la magnitud de sus éxitos y fracasos en expresiones de valor. Sufren bajas por el uso de armas de destrucción individual o masiva. En inversiones de alto riesgo y máxima rentabilidad son inevitables víctimas y desperdicios. Daños colaterales de la violencia económica en los bajos y cimeros fondos de la aldea nacional y global.
Empresas y banqueros que humillan y reducen un país a la impotencia hay pocos. Pero, suficientes. El Estado les pertenece. Proyectan como certeza el lugar común que ayer fue incertidumbre, cuál es el daño mayor «asaltar un banco o fundarlo».
Ningún banquero actual podría competir en rentabilidad con quienes usurparon el ahorro nacional en el año 1999, monopolizaron las finanzas y el crédito interno, controlaron las tasas de interés y el spread. Arbitrariedades que se llaman a sí mismas ‘resultantes de mercado’, vértice del triángulo de poder de un Estado arrasado.
Aún en este caso, la violencia de la competencia bancaria no es tan visible como en el establecimiento de la jornada de trabajo, pese a que ésta requiere de más formas jurídicas, maquillajes y disquisiciones politécnicas para ocultarse.
El origen del desempleo y la baja productividad radica en la catástrofe de la economía sujeta al poder especulativo; no, en el avance tecnológico de la producción. Aquí, el sobretrabajo ofrece un lucro predestinado al gasto especulativo o al consumo improductivo.
Durante la Colonia, la jornada de trabajo era metal precioso. Convocaba la mayor eficacia en minas, telares y haciendas. Esa jornada duraba 140 horas semanales, 20 diarias. Además, «para bien de la producción» los propietarios no tenían responsabilidad por el destino del trabajador, siempre culpable, vago, ignorante, enfermizo, bruto, vicioso, ladrón, indio o negro…
De esas horas quedaron para Ecuador la miseria material generalizada y la espiritual de sus encumbrados, la ausencia de vínculos entre producción y educación, la decadencia de su correspondiente organización nacional, el desconocimiento y renuncia a la investigación científico-técnica estatal y privada.
Prolongar la jornada de trabajo para suplir ganancias que el avance técnico hubiese aportado no es reforma que impulse el desarrollo.
La lógica del líder subdesarrollado tiene el encanto de no requerir neuronas. Basta el deseo o la publicidad de los voceros de la comunidad financiera internacional: si todas las empresas pierden y sus utilidades están bajo cero es necesario suprimir el 15%. De esta manera, no sufren trabajadores ni empresarios ante la imposibilidad de repartir beneficios.
Un poder embriagado con su condición de intocable no ha pensado que, incluso en los países atrasados, es fundamental organizar el tiempo libre, también índice de salida del subdesarrollo.
El tiempo libre es más que el ocio creador de antaño, es tiempo-consecuencia del avance de la productividad y la moral que conducen la reproducción ampliada de bienes, mercancías, condiciones sociales y conciencias tendentes a reducir la violencia pública, institucional y privada en la economía.