¡Lo tenemos!

«Señores y señoras, ¡lo tenemos!».

El anuncio se detuvo. Por un instante, no dijeron a quién. No era fácil comunicar la captura de no se sabe qué, de un cadáver que camina o de un símbolo.

De inmediato, el vocero de la operación Amanecer Rojo precisó el nombre, Saddam Husseim, «depuesto presidente», testimonió la CNN, y, según algunas cadenas europeas, el enemigo mayor de la política norteamericana. Se trataba del mismo Husseim que otrora fuera protegido y aliado del Departamento de Estado en acciones represivas y bélicas. Fue en los años 80 cuando recibió apoyo material y guía de quienes hoy lo aproximan al patíbulo.

Aquel tiempo quedó atrás. La fascinante «primera» Guerra del Golfo, simultáneamente, cuestionó y desató el control de Medio Oriente. En los 90 se reveló la unipolaridad militar en la naciente globalización, lo cual no suprimía naciones ni pluralidad cultural, al extremo que algunos prestidigitadores establecieron el porvenir: guerras de civilizaciones hasta que la especie humana sea «homogénea».

De las celebraciones se principalizaron las imágenes de paramilitares iraquíes exhibiendo satisfacción con el tableteo de sus armas (semillas de la guerra civil que dejará en Irak la liberación implantada) Se ilustró la circunstancia con visiones espectrales de la guerra con Irán en los 80, detalles espantosos de la represión a minorías y condescendientes declaraciones de numerosos jefes de Estado.

Página Doce ofreció un matiz de la inocencia navideña: «Un Saddam en el arbolito de Bush».

Europa reeditó la diferencia entre la coalición y la mayoría de países que encontraron en el suceso otra oportunidad para demandar soberanía iraquí para Irak.

Jacques Chirac consideró que este «gran acontecimiento debería contribuir a la democratización y estabilización de Irak y permitir que los iraquíes una vez más sean los dueños de su destino en un Irak soberano».

Gerhard Schroeder felicitó al presidente estadounidense y, según Reuter, le instó a contar con los esfuerzos internacionales para reconstruir el país petrolero.

Estados europeos y dirigentes del Partido Demócrata norteamericano han planteado la necesidad de recuperar el derecho y los organismos internacionales en la conducción, reconstrucción y restablecimiento de la autonomía democrática de Irak.

En las guerras de antaño, el triunfador no requería encubrimientos para liquidar individual y colectivamente a los sometidos. Menos aún en las guerras de conquista. España e Inglaterra dejaron en la memoria de América huellas indelebles de esas y otras proezas.

Hoy, la práctica es igual. Sin embargo, esta vez se pretende enjuiciar a Saddam Husseim al interior del régimen jurídico que fue desconocido para iniciar la invasión a Irak.

Habría sido la Corte Penal Internacional, pero fue negada por Estados Unidos.

Quedan las apariencias de justicia del vencedor o del vencido. Cualquier ropaje sería de lo mismo.

Saddam Husseim ha sido convertido en propaganda. Alumbra y oscurece todo lo que requiere la fuerza que ha de enterrarlo.

Bajo la superficie de abundantes sombras y anecdotario, el sistema económico que subyace está al borde de desenmascarar el interés que impulsó la conquista. La coalición que controla la nación iraquí se retirará el día en el que todo su petróleo sea equivalente a toda su deuda, cuando se haya privatizado lo que el régimen de los liberadores desee comprar y la democracia iraquí se haya repletado de gratitud.

Ese plazo deberá contar con la resistencia de la nación árabe, a la que se añade la mutante significación de Husseim. Ya no solo habrá sido el ex aliado traicionado o traidor ni el irreductible enemigo de la familia Bush. Después de la invasión, la comunicación mundial presiente un nuevo símbolo que deambula en la sensibilidad herida del mundo árabe, símbolo de resistencia de una cultura que, como tal, no es asible ni objeto de justicia.

Ya no importa que jamás se hayan encontrado las armas de destrucción masiva, los secretos que pueda revelar Saddam Husseim ni el fetichismo que lo contemple.

No hay indicios de que «el presidente depuesto» haya estado vinculado a los atentados del 11 de septiembre ni se han revelado vínculos de él con «la red de terrorismo».

La resistencia del mundo árabe recupera el símbolo forjado en esta guerra del siglo XXI, a pesar del pasado individual que lo integra.

Más importante que la condena al retrospectivo Husseim es el reconocimiento a la cultura de la nación árabe y a su derecho a ritmos propios de evolución. En lo inmediato, a que no se use la fuerza ni coartadas para usurpar sus recursos.

Las culturas detentan regularidades y cadencias ante las cuales las armas nada pueden. Si no, las desproporciones y desequilibrios entre sus potencialidades se estancan en crímenes que el poder valora como justicieros y benéficos para la administración de territorios y pueblos.

Casi siempre, los signos y símbolos de la evolución social escapan a la arbitrariedad de las intenciones que, a veces, pretendiendo sepultarlos también contribuyen a gestarlos desde la superioridad de la fuerza.

El primer aviso, «¡lo tenemos!» sin decir a quién, contenía la multiplicidad de significados de Husseim. Uno, públicamente capturado en un agujero y otro, colectivo, ubicuo, ambulante, inasible en cuevas, templos, palacios, arenas y desiertos donde la historia, parece, se detiene.