Ecuador está amenazado en su naturaleza histórica como nación independiente. Es el desenlace de la política impuesta hace 28 años. Un presentimiento de impotencia se ancla en la contemplación colectiva de ese destino.
El debilitamiento de Ecuador como Estado, nación y pueblo ha servido a la dominación que se ejerce desde aparatos eminentemente especulativos. Ecuador ha sido despojado hasta de nociones que vinculan economía, población, nación, cultura, historia. Está sumergido en la moral del vencedor que, vaciada de política, se la comparte como ideología perfecta del vencido.
A la dolarización se la supuso política monetaria. Levemente se admitió su carácter simultáneamente militar. Ofrecía continuidad a una política por la cual entregó su existencia el gobierno descartado al amparo de la noche del 21 al 22 de enero de 2000.
El dólar cumplió su papel en niveles macros y micros de la circulación, el fetichismo y la política. Sirvió de instrumento para la reconstrucción del aparato especulativo y su sistema de representación. Así, sumados otros factores, el país perdió su política.
La esfera empresarial, confinada a un individualismo ineficaz, ajena a la nación, carece de instinto e interés por el desarrollo nacional. El poder especulativo lo sabe y se presenta sinceramente proteccionista de esa encumbrada esfera, enclaustra sus prevenciones y convencionalismos en un círculo vicioso infectado de espeluznantes pavores. Por eso la facundia política concentra o dispersa búsquedas de seguridad, causas antidelictivas, anticorrupción, protecciones financieras, justificaciones crediticias, monetarias; racismo, discriminación. Todo frente al espejo.
El poder especulativo, desde 1976, ha materializado sus intereses. Las representaciones de esa política han sido ideológica, política, partidaria, socialmente distintas.
La diferencia en la composición social y étnica del gobierno que preside el coronel Lucio Gutiérrez fue importante. Significó un avance y activó cierto orgullo de nacionalidades y lenguas vernáculas. Varias asociaciones de pueblos indios proyectaron actores, sujetos políticos. Incluso se imaginaron ascendiendo al poder.
Pronto comprenderían que no. Que nada depende de la voluntad ni de una declaración del Presidente. Que la política económica, internacional o cultural que ellos soñaban no era posible. Ni la representación ni el factor étnico bastan para cambiar la conducción del Estado.
Cuando menos, a partir del 20 de octubre de 2002, el gobierno develó su verdadera función política. Eso sepultó las ilusiones de un amplio sector del pueblo ecuatoriano.
La frustración ilumina el suceso. Reconocer la realidad es la única posibilidad de dar pasos también en la realidad.
El poder es una cosa; la representación, otra. La banca y la comunidad financiera internacional siguen siendo el poder representado.
Este año 2003-2004 se caracterizó por la firma más veloz de la Carta de Intención. Se lo hizo aún antes de traducirla.
El Estado no conoce la política social, solo la de los acreedores. El 50% del presupuesto es para ellos, el resto para la reproducción del subdesarrollo. La descomposición social es la consecuencia.
Ante esto y la distinta condición del poder, se cambió el discurso de los representantes. Ya no sería el de los precedentes líderes estatales. De la relativa preocupación por la situación del Estado y la nación, tierra, territorio, fuerzas armadas, memoria colectiva, exportación, importación, cultivos, artesanías, industrias, manufacturas, se pasó al parasitario discurso sobre terrorismo, anticorrupción, moralina de quehaceres antidelictivos, exorcismos democráticos que garantizan estabilidad. La sumisión es garantía de «dirección correcta» y gobernabilidad. El discurso en un test.
Sólo la voz del FMI, de sus semejantes y súbditos posee sonoridad audible.
Ecuador ha sido mutilado. La soberanía es un simulacro. Agoniza. La intervención norteamericana es arrasadora. Uribe la imita. El sometimiento del gobierno al Plan Colombia en la práctica es absoluto, mientras el Estado hace palabras antidepresivas, se oculta y se engaña.
El Congreso ecuatoriano permanece de espaldas a la Historia. Fue terrible su colusión contra los intereses de la nación. No miró la pérdida del territorio. La paz del sur se firmó para organizar la guerra en el norte. Cerró los ojos ante la instalación de la Base de Manta. Jamás le interesó la reforma financiera o constitucional ante la destrucción del sucre. Quema hojarasca para ocultar la necesidad de cambios esenciales. Sirve a elites políticas y económicas, siempre inocentes, que depredan al Estado.
En las Fuerzas Armadas hay conciencia de que su debilitamiento sería factor de destrucción de la nación. Por ahora, no es esa voz la que enrumba la potencialidad de esa institución.
Ante la tragedia nacional, no solo se necesitan ideas nuevas sino fuerzas nuevas para el cambio de poder. Solo entonces renacerá el optimismo con fundamento, donde los pueblos crezcan, los dirigentes piensen mas allá de su estabilidad y la atmósfera política vitalice la voluntad colectiva.
Así como Alfaro independizó al Estado de la iglesia, ha de independizarse al Estado de la comunidad financiera.
La moral imprescindible de toda nueva historia proviene de un objetivo mayor. Liberar al Estado de la banca y de la comunidad financiera internacional es hoy objetivo mayor. Decir, por ejemplo, a los acreedores, «nosotros no podemos dar más que 25 centavos de cada dólar-deuda» sería engendrar el renacimiento de Ecuador. Como Argentina lo hace.
Hace falta dejar que renazca el espíritu histórico del pueblo.