La necesidad de una reforma del Estado ecuatoriano brota de su caducidad y del entorno que lo determina. Entorno integrado por el poder que administró décadas y la conclusión de una fase en la historia.
La insuficiencia de su circunscripción y la estrechez conceptual y práctica de las funciones del aparato administrativo vuelven imperativa la reforma. Más aún si la economía de los Estados débiles ha dejado de ser nacional y la representación política es desplazada de su tradicional jurisdicción hacia un teatrillo de marionetas catalizador del fin que cambia soberanía por «estabilidad».
La reforma con sentido histórico enfrenta diversidad de intereses. Incluso los más opuestos, en el extremo del antagonismo, podrían aportar y reconocerse verdaderamente en la integración del proceso nacional a una resultante regional mayor. Una historia particular aporta y se nutre directamente de la integración que contiene.
Se requiere forjar una noción de poder estrechamente ligada a la producción, la ciencia, la técnica, la formación humana y organizativa que condicione el desarrollo.
En Ecuador, la reforma política debe orientarse a independizar el Estado, romper la subordinación al aparato especulativo que manipula la administración desde 1976. Incluso Horst Köhler, titular del Fondo, afirma que «el FMI debe ayudar al desarrollo». Mea culpa de Köhler sobre América Latina, escriben los despachos de prensa (La Nación line, marzo 1, 2004).
Los cambios constitucionales sin sentido histórico son coartadas de declinación que aceleran la pérdida de identidad y agonía, ya no solo de soberanía sino del intento de nación que gestaron las Guerras de la Independencia. Simultáneamente, es otra forma de genocidio étnico en una región donde el tránsito cultural se realiza en nombre de técnicas manipuladas para desposeer a la política de estrategia propia, en nombre del culto a los resultados inmediatos. La política misma es reemplazada por la casi moral de estos tiempos endebles.
La reforma política que la circunstancia histórica encauza desborda la supervivencia de Estados y naciones hacia la desembocadura en nuevos Estados, potencialmente sujetos históricos en formación. Varios, como el delta donde los ríos se diversifican.
Así sucedió con los imperios al organizar en las colonias formas metropolitanas. Hoy sucede en procesos avanzados. La Unión Europea se inició bajo otras formas, en acuerdos de mercancías y su tour por los mercados, hasta este instante en que advierte que requiere gestar la representación política que sea el principio de un nuevo sujeto histórico.
Latinoamérica necesita uno o varios sujetos históricos nuevos a pesar de los pedazos en que han quedado estos Estados usados desde la conquista y la colonia hasta ser objeto de depredación de estructuras especulativas internacionales.
La estrategia común debe resolverse regionalmente y, en cada espacio nacional, la forma de Estado apropiada para el destino colectivamente pensado, admitido y requerido.
Esa forma de Estado podría incluso creársela, aunque mejor si parte de la experiencia. Es probable que la forma más cercana a la imaginación política que organice una administración superior esté dada por una versión latinoamericana de un Estado más parlamentario, simultáneamente presidencial.
Sería escenario de mayor encarnación de intereses y, a su vez, de decisiones más participativas dispuestas a involucrar a los participantes en resultantes más representativas de la totalidad que se pretende.