Entronización del Emperador

Robert Graves cita a Tácito afirmando que «(…) toda transición de prominente importancia está envuelta en la duda y la oscuridad. Mientras unos tienen por hechos ciertos los rumores más precarios, otros convierten los hechos en falsedades. Unos y otros son exagerados por la posteridad».

La posteridad ha llegado resucitando al más libérrimo de los emperadores, Calígula. Quizá nombre de una exageración respecto de lo que fue aquel tiempo de terror y demencia.

Fue al comienzo de nuestra era. Se presagió que podría repetirse después de dos mil años.

Calígula había sido coronado. Festejado en bailes de gala, servicios religiosos y fuegos artificiales. Fue un día gris y lluvioso. Las noticias al paso de caminantes estallaban en olas de desesperación en el mundo.

Dirigía el Imperio sin otro argumento que su linaje conquistador de pueblos y riquezas.

Los vencidos aprendieron que el temor distingue la libertad de cada época; que el miedo es principio y fin de prácticas prudentes, fuente de silencios y de selección de audibles palabras.

La resonancia de la libertad exhibió la intermediación divina en el cuerpo y el mando del Emperador, forma que los dioses adoptan en la tierra.

Su locura se añadió al proto derecho imperial, técnica y arte inevitable del porvenir. Donde otra voz alienada de poder semejante anticipa el proto derecho global.

La libertad de Roma dependía de la de sus provincias; de la liberación e incorporación al imperio de quienes sufrían tiranías de lenguas, culturas u otros dioses. Ser libre en provincias sería obedecer, arrebañar esclavos, reclamar y disfrutar la protección del César.

Cuando Claudio ascendió al trono, la voluntad y la palabra no brotaron más de su cuerpo sino de su nueva condición. Escuchó con asombro que él no solo era Emperador sino dios. Única manera de sobrevivir en la cúpula del Imperio. Pendía de hilos que manipulaban manos invisibles.

Entendió la conducta del asesinado Calígula, haberse imaginado protector del mundo en la orgía y el placer de esa victoria. Jamás habría tanto triunfo, tanta seguridad ni tanto crimen, «(…) donde al desenfrenado satrapismo no cabía más alternativa que el regicidio, (…) hacían falta los mercenarios. Los romanos no sabían ya ni matar a sus tiranos» (Montanelli, Historia de Roma).

La tierra fue escenificada para la lucha del bien contra el mal. Las pocas veces que se han construido imperios ha sido por disposición providencial.

Nada más persuasivo que la fuerza. Arbitrio al que sus devotos no tardan en suplicar.

El cerebro del Emperador, forma de dios, sedujo a la humanidad para que transite los senderos del bien.

Regimientos de centuriones y pretorianos al servicio de la libertad y mandatos mesiánicos asignan a los imperios la trama, la tragedia y las combinaciones forjadas con los perfiles de la sangre.

La exageración supuesta por Tácito pertenecería a la imaginación del pasado, a la desmesurada metáfora de la memoria.

Pero, esta vez, son hechos y preparativos libertarios de un presente sin horizontes los que empequeñecen momentáneamente ese pasado.