Unipolaridad, enfermedad global

En las primeras horas que descendieron del 11-S se prometió otra guerra de las naciones democráticas contra la acción terrorista.

A los pocos días de la guerra contra Al Qaeda -nombrada según la necesidad- y sus aliados, se previó armas iraquíes de destrucción masiva. Después, se invocó la función reeducadora de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, inspiración orientada a democratizar Irak.

Se buscó a Bin Laden hasta en las cuevas y estribaciones del Hindu Kush. El atraso de los talibanes exigía acelerar el paso de siglos con precisos bombardeos.

Los talibanes habían prohibido la producción de heroína, pero ante el despreocupado acelerador del tiempo de la US Army, hoy Afganistán se disputa uno de los primeros lugares del mundo en esa producción.

Las andanzas democratizantes de sus armas suprimieron la dictadura iraquí, derrocaron, juzgaron, humillaron y ahorcaron a Husseim. Continuó el festejo del pueblo iraquí, según algunos medios televisivos internacionales.

Así fue creciendo una certeza, la disputa entre dos culturas, Occidente y la nación árabe –la que posee petróleo no controlado- y, de acuerdo con esto, “el resto” del mundo islámico. Era Occidente versus el Islam-terrorista de árabes, persas, indonesios, pakistaníes, sudaneses, somalíes y otros que van encontrándose incluso al interior del Occidente que lucha por el bien.

Es que Occidente dejó de ser en bloque contraparte de antiguos, nuevos y futuros “ejes del mal”. Estados Unidos fue sintiendo cierta soledad por falta del ropaje que sus aliados ofrecieran a sus iniciativas libertarias, el invisible retiro de la credibilidad en la palabra del presidente Bush y la creciente desconfianza en la capacidad política de la Casa Blanca para manejar armas tan eficaces.

Hoy se plantea que el retiro de Irak ya no es posible, porque sería peor que la permanencia. No advierten que el problema ya no solo es Irak, cuyo Estado fue destruido, la Nación dividida, sus consecuencias reducidas a la concepción de la violencia sectaria, cuya sola denominación exhibe la incomprensión de las motivaciones de sectas, religiones y creencias frente a la invasión.

Con cada día que se añade a esa gesta democratizadora, es la decadencia de la administración estadounidense lo que se cuestiona. Ya no cuántos iraquíes más hay que matar para modernizar Irak ni cuántos afganos para acelerar el tiempo y traerlos por lo menos al siglo XIX.

Esas máquinas del tiempo chocan entre sí y procrean lo que los dos partidos estadounidenses han pactado, por la frágil conciencia de Demócratas y el miedo invencible de Republicanos.

Cada día que pasa, el caos renace en Estados Unidos, allí donde el dolor humano sí significa. El de Irak no incumbe; es como en Guantánamo, la legalidad y la justicia tampoco cuentan. Pero donde todo importa, crece la desconfianza en sus líderes y en su forma de pretender reorganizar al mundo desde la unipolaridad, primera enfermedad global, cuyos síntomas son además el pretendido escudo antimisil, la facilidad para la solución militar de conflictos, la renuncia al desarme, al Tratado de Kyoto, su manipulación de las multilaterales, el desconocimiento del derecho internacional.

Estados Unidos impera. Aunque podría decirse que quienes no lo sirven lo iluminan. Se multiplica el terrorismo; su dirección política parecería que tiene el solo objetivo de poseer militarmente lo que no entiende.

Con la próxima victoria, después de Vietnam, Afganistán, Irak y el paso de Bush, Estados Unidos descenderá otro peldaño en la condición moral con que se hace la historia.


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