El Tin Delgado nació en el silencio impuesto a la abrumadora mayoría de nuestra especie. Pertenece a un pueblo cuyos antepasados legaron una maravillosa cultura y junto a ella la memoria de su desafiante resistencia a los cazadores holandeses. Estos, hace un par de siglos, pregonaron sus éxitos en los precios de aquel creciente mercado de esclavos durante la expansiva occidentalización en el “nuevo” continente.
Pocos europeos se refieren a esas hazañas relativamente inmediatas que hoy sus envanecidas democracias disimulan. Un afro descendiente (o un indio) en cualquier parte de América es una denuncia.
Algunos esclavos vinieron del mar y se alejaron hasta llegar a ese río con amplias orillas de arena, en un rincón encerrado en los Andes: El Chota. Se podría creer que allí se dio el primer soplo al barro humano, un lugar sin antecedentes, sin padre ni madre. No existiría si no hubiese sido por el camino que un día llegó hasta el río.
En años no lejanos era un poblado sonámbulo. Despertó y convocó masivas miradas al ascender al estadio de fútbol. Sucedió en el momento en que se había afirmado que la superación de ese deporte exigía “blanquear” la Selección.
Poco antes, el fútbol ecuatoriano contó con un entrenador llegado de la desmoronada Yugoslavia, el montenegrino Dussan Draskovich, para quien el porvenir no estaba en los pigmentos. Sintetizó una experiencia mayor. Lo siguieron, por senderos y niveles diversos, Maturana, Gómez, Suárez.
El resultado resonó en ese grito de gol en el Mundial al que, por primera vez, lograba asistir Ecuador. Su autor (o coautor) sería el Tin Delgado. El festejo elevó su mansedumbre y disposición a la crítica del ámbito en el cual se había convertido en celebridad.
El fútbol no es solo deporte, es también trayectoria de intercambios que no deja de poseer –internacionalmente y en señaladas estructuras nacionales- eso que denunció alguna vez Maradona, un orden mafioso.
La comercialización de deportistas conserva el lenguaje de una época condenada por la humanidad. Lenguaje que, a pesar de su semántica actual, no niega los rigores y usufructos de aquella mercantilización, objeto de censuras que tenderán a modificar ese curso y sus enunciados.
El Tin creció como un héroe para la dirección del fútbol ecuatoriano hasta que insinuó un reclamo. No alcanzó a ser discurso, fue un simple reclamo que inició el derrumbe. Desde entonces, se observaron sus errores y se magnificaron de manera desproporcionada. La condena resultó cadena perpetua, no volver al fútbol. Todo esto dicho con la máscara de papel con que se exhibe la justicia.
El Tin percibió el fin. Se declaró al margen de la ilusión que su pasión deportiva le ofrecía. Pero junto al carácter mítico de la desventura, otro silencio (ahora acusatorio) envuelve incipientemente a la directiva de ese deporte y a sus jueces.
Cuando se apagan los festejos del gol, puede advertirse que ese deporte no es solo deportivo ni solo mercantil, que aún más es político. Que convoca a la catarsis, a absorber la violencia en el fanatismo de sus parciales, a no observar otra realidad, anestesiar momentos, suplantar directivas con íconos del poder que lo manipulan e intentan hacer incluso de cada jugador una especie de oráculo moral de sus concepciones y del voluntarismo que supuestamente “sí se puede” trasladar del deporte a todas las esferas de la vida social.
La confusión con que la banca o los partidos usan a individualidades triunfantes contiene un rasgo o conveniencia semejante al de los orígenes del Circo en la historia, que el deporte generosamente supera.
Sin embargo, el Tin tiene un presente y un mañana que lo acunan amorosamente, la gratitud del pueblo ecuatoriano.