La inercia de la huelga, único y debilitado recurso

La décimo novena huelga convocada para el 23 de septiembre fue de rechazo a las medidas adoptadas por el gobierno el 3 de septiembre del presente año.

Otra vez un notable desacuerdo del pueblo frente a los ajustes no alcanzó el nivel de la fuerza indispensable para modificar el rumbo de la política económica.  Fue una leve advertencia.  La protesta de trabajadores y de sectores económicos de pequeños empresarios se opone a la contracción del mercado, a la especulativa recesión que encarece el capital que impide inversiones productivas y que termina en el círculo vicioso de la miseria: el monetarismo que, en pos del equilibrio a través de los desequilibrios, empobrece a los más y enriquece a los menos.

Los límites de la resistencia popular están ligados también a la desorganización social.  No hay un sindicato de mendigos, por ejemplo, que reivindicando aumento de limosnas pueda hacer una huelga para suspender el ejercicio de la caridad de parte de los buenos. Y existen millones de hombres que sufren ocultamente esa condición.  Y hay otras presencias de protesta inconsciente no reconocida, la delincuencia miserable o el afán laborioso de los informales que no tienen dios a quien encomendarse ni diablo a quien vender su alma.

La huelga fue expresión de la angustia.  No todo el pueblo se unió.  Y es que ningún absoluto se realiza jamás en un momento del desarrollo social, por eso es mezquino y torpe reclamar o refugiarse en un absoluto para negar el valor de un proceso parcial que cuestiona la totalidad.

Por estos ajustes, los más graves del último decenio, morirán de extrema miseria millares de hombres que no protestan, que callan, que no conocen ni siquiera el derecho a reclamar, que no saben que la política económica existe ni que incide sobre su vida.

La huelga fue expresión de esas protecciones que la vida hace de sí misma, aunque inútil, no deja de pertenecer a la naturaleza de las cosas.  La inercia hace que todo aparezca exactamente igual y demuestra que la huelga no es suficiente.  ¿Pero, qué sucedería si los trabajadores dijesen que van a dejar que la caldera estalle sola?  Entonces, los gobiernos optarían por tramar huelgas, porque estas tienen un efecto catártico, desahogan, relajan la presión de esta olla social en la cual el calor de las ambiciones económicas de ciertos grupos han restado al pueblo ecuatoriano recursos fundamentales para su existencia.

La caducidad de las formas de organización de los trabajadores, de los empresarios y del Estado anula la presencia de sus planteamientos en el escenario de decisiones gubernamentales.

Un sentimiento de descontento se desprende de la expresión silenciosa de campesinos, pueblos indios, capas medias pauperizadas, empleados que presienten la desocupación.  El desacuerdo con “el sufrimiento” impuesto corresponde incluso a muchos sectores agremiados en las cámaras.

Además, las Fuerzas Armadas deben sentirse interiormente preocupadas, por haber sido llamadas a apagar los incendios que crea la política económica, gracias a un galopante ‘neoliberalismo’ que amenaza la permanencia, incluso de un sector económico del Estado que está bajo su conducción.

Estos ajustes desatan una disputa en la estructura del Poder que puede aplastar la constitucionalidad.  El terrorismo económico ejercido desde su vigencia se está transformando en violencia política.  Mantener la paz con el ejército en la calle es premonición de un porvenir no grato.

La protesta del 23 de septiembre, a la que asiste toda razón, cuestiona la organización social de la economía y la estructura del Estado.  La formalidad y contenido de las medidas reeditan el pasado: devaluación del sucre, elevación del precio de los combustibles, incremento de ciertos impuestos, congelación de las remuneraciones.

La huelga es un elemento válido de expresión del descontento.  Cuando un pueblo no tiene posibilidades de acudir ni a ella, acude a otros medios que ponen en peligro la organización democrática o simplemente fundan el principio de otra democracia.

La huelga en su sentido tradicional ha reeditado la inercia, está envejecida en los mecanismos de su uso oficial, eso ha sucedido muchas veces. Sin embargo, es un derecho y el único instrumento democrático del pueblo.