Fue Maquiavelo quien aconsejó reconciliar la moral y la política para estar bien con Dios. Antes, un pope, de nombre olvidado, había aconsejado separar la moral de la política para andar bien con los hombres, advirtiendo que los milagros no existen.
Desde entonces algunos seguidores -del saber del innombrado pope- han experimentado que “una moral sin política es casi una perfección” y que “una política sin moral es la perfección”. Siendo así, se alcanza una reunificación fructífera, en particular, con aquellos cuya causa sirvió para una escisión promisoria.
Con la transparencia de estos días, en el Ecuador se exhibió este añejo saber. La inocencia (y la fuerza) de la candidatura de Sixto Durán Ballén surgió de una episódica “diferenciación moral” con su partido de ayer, y de los circunstanciales límites del joven candidato de aquel partido.
El electorado se volcó masivamente a favor de ese divorcio que supuso una convocatoria renovada a hombres y mujeres menos trajinados en (o con) el antiguo partido de quien es hoy presidente de la República. Tal electorado imaginó la escisión como división entre el bueno y el malo, a Sixto le correspondió ser el bueno y a los demás, un acentuado degradé del malo.
Después de las elecciones del 5 de julio del 92, cuando la definitiva victoria había sido cantada, comenzó la aproximación de esas laderas que en su distancia perfilaron un abismo ante los ojos que admiraban con recelo alucinado esas dos posiciones.
Las horas han pasado aclarando la dimensión del abismo, echándole algo de luz; el fondo ha ido perdiendo profundidad y volviéndose superficial al extremo de que más parece un abismo dibujado, una ilusión óptica o política, que permitió al pueblo disfrutar largo rato de la posibilidad de una risueña preferencia en pos de una unidad distinta, de sus sueños con la realidad.
La identidad política después de la tormenta electoral es síntoma de una organización exitosa o sistema político lucrativo en ciernes que, en lo mediato o en el futuro lejano, podría consolidarse. Semejantes contradicción y unidad estarían en función de los procesos electorales y sus resultados. Pues “para estar bien con las masas” es imprescindible la soltería de la política. A partir del 94, iniciado el proceso electoral del 96, cada uno deberá tomar conciencia de la enemistad necesaria y volver a su propia disputa. Es el juego antiguo y reiterado de las modernas escisiones y unidades, de oquedades no visibles por la turbiedad de los tiempos.
En la alianza programática que conduce el Estado, las diferencias morales no pesaron, fueron polvo y han vuelto a su antigua condición. La envoltura ética que hoy unifica a esos partidos está por ser conocida y solo será exhibida como “obras” y no más por palabras.
Maquiavelo también invitaba al Príncipe a presentarse bien ante los hombres y disimuladamente con este decir enseñaba algo terrible a los pueblos: a desconfiar del Príncipe que por su poder en el Estado -Lo Stato, mágica palabra inventada por el florentino- rompía con Dios, al que no podría volver solo a punta de Padres Nuestros.
¡Qué gran lección para el pueblo ecuatoriano fue la ruptura de Sixto con su partido de ayer. ¡Qué gran lección para el pueblo son los afanes de reconciliación de un sector de ese partido con Sixto!
La lección nació repasando el lado oculto del Renacimiento. Sacerdotes, jefes militares, cortesanos, reyes, nobles y plebeyos acudían a preguntar sobre el destino en la fuente del saber, el aquelarre. Y el principio invariable que iba extrayéndose del discurso brujo fue convirtiéndose en carne de los tiempos modernos: una fórmula del bien, otra del mal y su imprecisa articulación para el éxito. Unidad, escisión, enemistad “donde no hay enemigos, no hay triunfo”, reconciliación, división, unidad… Todo de verdad, sin simulación. Si el éxito era un mandato del averno, se concebía en la unidad de la moral y la política y se alcanzaba con (en) su separación. Maquiavelo no lo aconsejaba, fueron las brujas de su tiempo. Y mucho antes, ese pope cismático sin importancia.