Collor de Mello es, dicen, un neoliberal.
El nombre neoliberalismo se puso de moda al calificar formulaciones de Milton Friedman, cuando planteó a la economía norteamericana asumir la libertad requerida por el mercado a través de los resortes monetarios, resortes que, a su juicio, conforman el anillo que arrastra, guía y conduce el gran buey de la economía.
El término neoliberal ha sufrido ambigüedades y vacíos y se ha ido constituyendo como adjetivación para todo quehacer que se libra en un laboratorio donde hay papeles fiduciarios, tasas de interés, tarjetas, bolsa de valores, mesas de dinero, transacciones mercantiles, compra-ventas sin presencia de dinero ni de mercancías, precios políticos, precios libres, precios reales, precios sociales. Todo, menos seres humanos. En ese laboratorio hay mucho más. Se almacenan categorías que la técnica económica ha ido creando al margen de guerras, huelgas, sublevaciones, cracks, riqueza, pobreza, quiebras bancarias. En fin, la economía tiene cosas que se bañan de humanidad y otras que están libres de semejante “prejuicio”. El neoliberalismo pertenece a una creencia economista axiomática libre de “prejuicios” humanistas.
Collor de Mello fue elegido presidente de Brasil cuando esa tendencia arribaba al cenit de la moda en la explosión de unidad de la economía mundial. Al parecer, había otro Collor de Mello oculto y apenas conocido por familiares y amigos íntimos: un Collor de Mello, delincuente. Admitía sobornos. Hizo una fortuna, de esas que «ocultan algún crimen».
Esta vez, y en medio de esa sociedad que sufre el atraso, la ignorancia, la impotencia, la degradación, la terriblemente castigada delincuencia de los bajos fondos en todos los estratos, la queja inconmensurable de niños que no crecen o de ancianos que nadie mira o de jóvenes con precios de un mercado en el que cabe todo en medio de un hábitat esquilmado hasta la aridez o la toxicidad, en Brasil, el criminal fue descubierto sentado en la silla presidencial.
Ante ese pueblo, para el cual la justicia ha sido siempre solo represión -desgraciada unilateralidad de la justicia- llegó un cordero del neoliberalismo que sería sacrificado arriba para parecerse paradójicamente a los miserables obligados abajo a pagar por sus culpas.
Una causa desconocida hizo que el Poder económico descubriera a Collor de Mello como el más empinado delincuente del Brasil. El Poder llamó a la muchedumbre como fiscal y entregó a la emotividad de la masa la breve certeza de que su designio es el que ejercen sus representantes; puso como tribunal al Congreso y enfrentó a la democracia a su “bondadoso” destino. La implacable moral del Poder se ejerce por su economía y por una cohesionante relación social que observa el principio de que solo de una ilusión verdadera nace el bien y de un sacrificio real, la ilusión. El bien es una ilusión recreada, por esto la antigüedad del sacrificio: todo brota del sacrificio de un culpable, la culpa debe existir, no importa si su ser es verdadero o simulado. Todo para beneficio de la ética del Poder, todo para que el pueblo pueda desahogarse, todo para la justicia de todos, jamás para vengar una palabra rota.
El veredicto reubicó al criminal: esta vez desde el solio presidencial lo lanzó a la calle. La procesión que vitupera a Collor de Mello condena en él muchas cosas más que no se ven ni se dicen, y lo censura creyendo, que al condenarlo condenan también aquellas otras cosas.
El Congreso que enjuicia al Presidente castiga la infracción denunciada. Mientras el Poder, que transparenta su voluntad desde el Estado, escarmienta algo que nadie sabe y que va más allá o más acá de unos millones de dólares y del soborno. A la vez, protege algo que está más allá y más acá de ese delito. Ese Poder y su democracia quedan consolidados con la separación del delincuente y permanece como una espada de Damocles lista a enfrentar a cualquier nuevo criminal.
La generalidad de los espectadores y la procesión ahora pueden descansar. En la magia de esta justicia, una cura real existe, solo si es simbólica. La realidad se proyecta al escenario; la muchedumbre simboliza al pueblo; Collor de Mello, al lado corrupto de la democracia y la sentencia, el triunfo de la justicia, el fin del lado malo de la democracia.
Fuera de este escenario, los otros actores (pueblo, poder, democracia) siguen igual que siempre.
Al fin de la función es posible comentar, caminar, llegar a casa, al campo, al portal o la vereda en que habitamos. Soñamos la realidad que hemos vivido, para despertarnos y descubrir que, en verdad, no era un sueño.
Cuando los años pasen y el neoliberalismo se haya olvidado, el caso será un libreto de título justo, Collor de Mello.