Los hombres representan los tiempos y los tiempos no son otra cosa que los grados de desarrollo y las relaciones sociales a las que advienen los seres humanos a prestar su voz, su voluntad, su incertidumbre, en fin todos esos quehaceres exhibidos como conductas individuales y colectivas. Por esto, la elección del 3 de noviembre del 92 en EE.UU. no es una elección más, sino “un nuevo comienzo”, como lo dijo Clinton, “para enfrentar los retos del fin de la guerra fría”. En esta simple expresión se contienen la novedad, la cualidad y la diferencia con las décadas pasadas.
Hoy ni la política exterior norteamericana ni la relación de su economía con los otros ‘mundos’ parte de la disputa ‘Este-Oeste’. La contradicción socialismo-capitalismo descansa casi en paz. EE.UU. se enfrenta consigo mismo, con sus propias contradicciones internas y su economía se reexamina en la implacable economía mundial donde solo cuentan las diferencias de productividad del trabajo, de competitividad, procesos en los que USA cayó del segundo al quinto lugar en los últimos años.
La economía norteamericana no necesita ya confiar su seguridad más a las fuerzas armadas que a la ciencia, puesto que una pistola al cinto o una bomba en el cosmos de por sí no resuelven la preferencia de los consumidores por los productos japoneses ni pueden contrarrestar la crisis.
El nuevo orden internacional fue inaugurado por el esplendor de la Guerra del Golfo, una guerra imperial de motivaciones ocultas, que la ganó Bush y aportó puñados de arena al resquebrajamiento de la coyuntura económica que destruyó su candidatura. Las causas de la eclosión de esa brutal transición, que se desató en 1989, coronan una cabeza y un proceso colectivos que aún no se muestra y que dio término a más de siete décadas de relaciones que disminuyeron el presente a opciones maniqueas, el socialismo real o el capitalismo, disminución que insufló comprensiones y enfrentamientos bélicos y una polémica que es la memoria de la candidez humana. Aún es temprano para establecer toda la significación de aquel momento y simultáneamente, tarde para no abandonarlo.
La identificación con las consignas destinadas a proteger la biodiversidad sintetizó parte esencial del discurso-Clinton. Los candidatos triunfantes vincularon la biología con la economía y la política incluso en lo referente a la creación de empleos, en líneas de biotecnia, robotecnia y computación, y ubicaron el desarrollo particular de EE.UU. involucrado en el problema global de la ecología.
Al concluir la eclosión del 89, las elecciones del 3 de noviembre del 92 redujeron el neoliberalismo a una circunstancia, mientras los técnicos del subdesarrollo siguen absolutizándolo en aperturas a ultranza, libre comercio unilateral, privatización hasta privar al Estado de funciones económicas, exportación vía devaluación continua e infinita, precios a nivel del mercado mundial, subsidios igual a cero y una que otra lágrima “por los más pobres”. Al parecer, Clinton va a poner un ‘pare’ a esta ilusión, primero, en la economía nacional norteamericana y, en segundo lugar, al condicionar la zona trilateral de libre comercio, México-USA-Canadá, y al rodearla de una pequeña valla proteccionista como mensaje a los buenos entendedores de la Comunidad Económica Europea, una unión aduanera, de algún modo, agresiva frente a terceros (en Latinoamérica cualquier república bananera lo sabe). Hasta aquí el ‘pare’, luego ‘dejar hacer y dejar pasar’ el engreimiento neoliberal.
Al Gore ha dicho que el cambio es además generacional. Los nuevos mandatarios norteamericanos nacieron en la post Segunda Guerra Mundial y Clinton ha ratificado que asumirá el nuevo espíritu de fin de siglo XX. Al Gore advierte en los procesos étnico-culturales, en las reivindicaciones de las minorías el germen de sujetos sociales con plenos derechos e igualdad de oportunidades en la vida diaria, y ha considerado como una señal de buen augurio el que esta vez los candidatos triunfantes hayan sido solo del Sur para ‘que se elija a base de méritos y no de la regionalidad ni del sexo ni de la raza’.
Es bueno para el mundo que EE.UU. progrese y eleve sus condiciones espirituales y materiales, que sobre todo asuma con más humana responsabilidad el papel de su fuerza en el planeta, supere los índices dramáticos de la decadencia en su productividad, que esté dispuesto a mermar las inversiones bélicas, conduzca a la nada las desgarradoras oscilaciones de la desocupación, suprima el carácter crónico del desempleo de 10 millones de hombres sin trabajo de ninguna clase, enfrente los desenlaces y estimule a 23 millones de hombres que viven de la asistencia del Estado, que sea capaz de engrandecer a 31 millones de hombres en el límite de extrema pobreza, reduzca la drogadicción, la criminalidad, la discriminación, la violencia racial, aporte la seguridad que reclaman 40 millones de hombres sin cobertura médica de ninguna clase, triunfe frente al SIDA -undécima causa de muerte en EE.UU.-, ponga fin a la declinación de su economía y al terrible desequilibrio social que va aún más allá de las estadísticas, que esta América sea un espacio de aciertos y respuestas correspondientes con la naturaleza en toda su dimensión.
No creemos que “el pueblo americano debe ser el jefe de todos los pueblos” (Ross Perot), sino el hermano de todos, cualquiera sea el sitio que ocupe dentro de esta carrera desigual que pueblos y naciones corren atrasándose, adelantándose, en fin, conformando el torrente único que da todas las vueltas que la todavía misteriosa Historia impone.