Era delgado, alto, de rostro caballuno, cejas arqueadas, ojos aguzados, pequeños y negros, bigotes finos terminados en agudas aristas y una chiva larga, puntiaguda, las manos huesudas y sin embargo de rostro ocultable. Caminaba apresurada o pausadamente según las razones de su prisa que solo más tarde fueron descubiertas. El individuo surgió, se dijo, con un maletín y había preguntado algo impropio de estos tiempos.
-¿Cuánto cuesta tu alma?
El demandado, sorprendido y fingiendo no entender la situación, vio de golpe su alma en el mercado y sintió que no era malo estar entre las cosas. Todas satisfacían una necesidad del cuerpo o del espíritu y pensó “… entregar el alma una vez que el cuerpo se haya pulverizado. Solo el alma, ¿… por qué no?”.
Aseguraban que en otro pasillo del edificio lo vieron, pero ya no delgado ni alto ni afilado. Sus perfiles cambiaron extrañamente: pequeño, regordete, también de rostro ocultable y con maletín. Se conoció que formuló con más cuidados la misma pregunta:
– ¿Por si acaso, tú alma está en venta?
– ¿Por qué? inquirió el asustado cuerpo.
Y el intruso explicó:
– Porque, sabes, estoy ofreciendo beneficios terrenales a cambio de poca cosa, de tu alma, y las ofrezco, bueno, desde este instante …
Fue tal el encantamiento que el abordado no pudo más: “está bien, acepto que mi alma condescendiente disfrute de años, perfumes, aceites, panaceas, variedades del fuego y, por supuesto, de unas cuantas monedas y papeles y también bambalinas para gozar de la envidia de los semejantes”.
– La corrupción, le anticipó el desconocido, es una religión contemporánea, el rito de un sacrificio, un holocausto para bien de la sociedad. Su origen, al igual que el de toda riqueza, será disimulado. Recibe este secreto revelado por tú decisión, retribuyó el hombre del maletín.
Rompiéronse, al instante, las tremendas tensiones habituales en todos los monasterios de la democracia. El fantasma habitaba sillones, curules, escritorios, servicios higiénicos. El asombro galopó por los pisos, habitaciones, sótanos, guarderías y desagües. Se regó entre el pueblo como un destello la nueva de que en el marchito Palacio alguien con un maletín atravesaba las oficinas comprando almas. Era época de recesión y, sin más ni más, ¡ un comprador de almas ! “Enajenar la propia, calcularon algunos, por una agüita de canela y no entregar el alma”. Otros imaginaron alquilarla, “por un vaso de leche” y no vender sus hijos; otros, “por un salario”. En fin, no era mucho, si en Palacio el alma se vendía por cosas más importantes.
Se informó sobre enigmáticas metamorfosis. Lo que no se modificaba era el maletín, que únicamente cambiaba de visible a invisible. A veces, la figura se convertía en pagador de los representantes; otras, en pulga y penetraba imperceptiblemente en los bolsillos de los alojados en la casa fuerte. Apenas se sabía de su presencia por el maletín, bajo muchos escritorios se volvía viento. Hubo casos, incluso, en los que hombres del Palacete perdieron la cabeza y en su lugar se ubicó el maletín. Tantas transformaciones no podían ser objeto, según acusaban los moralistas, de humanos intereses. El pueblo, que fatigado por su pertinaz pobreza, dejó de creer en el desarrollo, resolvió el enigma con su antigua sabiduría: ¡es el diablo!, sentenció, el mismísimo Satanás, embozado, dedicado a comprar almas de representantes del pueblo.
Entonces la decisión fue tomada: sacar al demonio de la ruidosa mansión. Bastaba la sesudez milenaria de la magia sumada a la de estos tiempos. Contrataron al entendido que llegó en medio de una ovación del coro de hurras de la muchedumbre y los aplausos de los acosados representantes del pueblo. Saludaban la llegada del bienhechor que bajó sin que nadie lo viera de un extravagante automóvil del que salió sin abrir la puerta, caminó en el aire y se mostró a cada uno en una versión distinta. Unos lo describieron alto y afilado y otros pequeño y rechoncho. Lo vieron vestido de túnica o semejante a un funcionario de reciente posesión. Curiosamente llegó con un maletín parecido al que se había vuelto célebre. En ese maletín llevaba las mezclas y el arsenal purificador, los elementos de la misteriosa fumigación que expulsaría el Mal.
Y la gente de Palacio comenzó a salvarse merced al moderno conjurador.