La privatización o estatización de empresas están dentro de un ciclo de las relaciones de propiedad. Variadas esferas de la economía o simplemente vigorosas funciones económicas hacen de cada Estado desarrollado una res (cosa) pública y no un instrumento privado como sucede con los subdesarrollados. En el Ecuador, la estatificación es minúscula y surgió desde demandas privadas en unos casos o de magnitudes de capital avanzado que el sector privado nacional no estaba en capacidad de invertir.
La privatización no siempre implica un destino privado de medios. Muchas veces supone el cambio de unas manos estatales a otras foráneas también estatales o inversiones de escaso riesgo que son más know how que recursos materiales, y que exigen garantizada rentabilidad.
La cuestión radica en definir lo privatizable, no solo desde los requerimientos económicos sino desde la convicción nacional, la protección de los recursos especialmente no renovables, los requerimientos sociales y las demandas de los estamentos humanos que componen las empresas de esa calificación.
En el caso del petróleo se suma el riesgo especulativo, la ganancia monopólica por lo que sería preferible que permanezca en manos del Estado. Ya tuvimos la experiencia de la Texaco, afamado monopolio internacional, que le devolvió al Ecuador una serie de pozos aguados, un oleoducto moral y materialmente obsoleto e instalaciones de tecnología desgastada a causa de que el gobierno admitió (entre otras barbaridades) una tramposa amortización que en la práctica no renovó nada jamás. Sin embargo, sería importante incluir en lo privatizable la industrialización de los hidrocarburos.
INECEL es otro caso en el que no cabría mayor comentario sobre la privatización, porque convertirla en otra semejante a EMELEC es garantizar de manera “lícita” la legalización de la especulación de los negocios usureros del aprovechamiento de la debilidad del país, del usufructo del dominio de algún extranjero todopoderoso. Algo semejante a lo que sucede en los países fundados por la empresa que los disfruta.
Cabría la privatización de determinados servicios del Seguro Social y el mejor uso de sus bienes mediante la creación de un banco de los afiliados que compita en condiciones de igualdad (y quizás lo haría con ventaja) en el sistema financiero nacional, para asegurar un estable poder adquisitivo en sus prestaciones a los afiliados.
Respecto de otros servicios y afanes, relaciones-valores, activos y subastas que se desee conducir hacia el sector privado, podrían (o deberían) privatizarse, siendo o no rentables, pero a condición de que esto no signifique la monopolización privada.
Debe estatuirse la participación de los trabajadores en el control y fiscalización de los procesos privatizables, el incremento del porcentaje de los beneficios a distribuirse, el fin exclusivamente productivo de los ingresos obtenidos. No basta afirmar a donde no deben ir los recursos -caso de la deuda externa-, sino a donde sí, de manera ineludible.
La modernización del Estado solo será verdadera, si se establecen las funciones necesarias para la revinculación de la economía nacional con la mundial, si la privatización significa la vigencia de los principios de competitividad, eficiencia y productividad, si la desprivatización del Estado realiza una elevación de su organización, si la naturaleza social del Poder asume la cualidad de los tiempos nuevos. Es imprescindible que la administración no sea instrumento al servicio exclusivo de un nivel privado fuera de estos principios.
El Estado conducido por la élite de los exportadores, por ejemplo, o por el capital especulativo financiero o por ciertos intereses, regionales o demandas externas evidencia que debe ser desprivatizado.