Cuando se posesionó el Presidente de la República, los vientos neoliberales eran todopoderosos. Los empresarios pensaban que podrían haber sido mejores si no hubiese sido por el Estado intervencionista; durante un instante los trabajadores se imaginaron ser algo parecido a gerentes. Los unos y los otros elucubraron sobre un país de managers, sin partidos políticos ni sindicatos, solo bancos, cámaras, organizaciones internacionales, Bolsas de aquí y de allá. Hubiese sido el zumo de la eficiencia, donde la abundancia mana del comercio de la micro y la macro empresa, cosas que faltan en el Ecuador por no haber privatizado INECEL, EMELEC, PETROECUADOR y el IESS.
Mantener una política económica fuera de condiciones propicias es organizar, contra viento y marea, una quiebra en nombre de un desdibujado ciclón de dogmas para reeditar un experimento fuera de la circunstancia en que se produjo como posibilidad. Mientras a la administración norteamericana la recorren intenciones no tan neoliberales, y en Europa se advierte la recuperación de la socialdemocracia y cierto descenso de las políticas conservadoras, y se añaden las condenas populares a la política neoliberal en América Latina, aquí el neoliberalismo subdesarrollado considera -en la práctica- la privatización a cualquier costo la panacea de la modernización.
Las vicisitudes que vive el gobierno de Sixto Durán-Ballén muestran la debilidad del sistema político ecuatoriano y del dominio exclusivista de un sector económico. La transformación que se requiere desde la economía mundial y el pueblo ecuatoriano -también debe ser considerado a pesar del extremismo ultra conservador que la invoca- demanda consensos: la modernización no ofrece una comprensión idéntica a todos, ni a la escala de tigres y sapos vanguardistas de la modernidad.
Las oposiciones que enfrenta la ley de modernización alegan la estrechez de miras de la ley exigida fuera de toda armonía y consenso, herramientas y recursos de la economía. Una administración estatal absolutista y ensimismada aboca a la sociedad, al Estado y al Presidente a vivir momentos graves y dramáticos.
Transitoriamente, deberían -en tanto no exista ni un ápice de consenso- abstenerse de privatizar áreas reconocidas como estratégicas, calificativo del interés colectivo sobre un recurso, no importa si es del cuerpo, el alma o del resto de la naturaleza. Actuar sin ese consenso despierta la sana ira y la exigencia moral que antes no se manifestaba, era un supuesto que el pueblo reconocía en el gobierno, pero en este momento es un clamor, una exigencia.
Si en el pasado se cuestionó la política del gobierno, hoy está en entredicho su ética. Este tránsito constituye una razón poderosa para que se piense que la conducción del proceso de modernización no tiene como argumento suficiente la opinión de la técnica.
La modernización debe renovar el sistema político, crear fuerzas pluralistas que conduzcan al Estado en todas sus instancias. La representación de la diversidad que compone la nación elevaría no solo la armonía sino también las transformaciones para acelerar el cambio con sentido de reorganización social de la economía, de las relaciones interétnicas, políticas, internacionales, culturales.
Es imprescindible reorientar las reformas, a causa del agravamiento de las oposiciones internas, tanto en el Estado cuanto en el pueblo frente al gobierno. La ira social condensa el tiempo de los elegidos y esto podría resquebrajar la sucesión constitucional.
Necesitamos objetivos y procedimientos de modernización que signifiquen expansión democrática, incremento de la riqueza social, sin la concentración extrema que pauperiza inmensos sectores de la sociedad.