La política económica, política de casino

La política económica nació en un casino europeo al fin de la Edad Media, en esa edad de tráfico, cultivo y protección del azar cargado de los dones de la oferta, los pedidos de la demanda, las ruletas de la era. 

La fortuna misma no encontró nunca otra mejor guarida que la política de casino.

Bajo la concepción de la ciencia de entonces, la economía se agotaba en el oro y sus representantes.  Y en su nombre se crearon ruletas para pobres y ruletas para ricos, rifas especiales y baratas destinadas a los serviles, un montón de suertes menores para que cupieran en las suertes mayores, una competencia de desgracias y jugadas para los de arriba y los de abajo, quinielas, loterías, postas, tómbolas, varios.  Fue la magia de la miseria que recreaba la prestidigitación y la maldición.  La política distribuye la fe en el milagro, remedio para todos los males, estigmas de tamaños diversos y una petición infinita porque se privatice el cielo, que es grande y alcanza para todos.

Jamás rey ni señor ni cortesano alguno ofreció la política de ajustes que como monarca o gobierno adoptó siempre.  Y no porque fuese adversa a los siervos de la gleba, los mas pobres de entonces, sino que los ajustes encerraban la incertidumbre de la gigantesca ruleta de un croupier de casino que ofrece gangas, asignaciones, contratos, hasta que exclama: Rien ne va plus ! …  Y la bolita gira conteniendo y ofreciendo el destino hasta caer noir  o a veces rouge,  otras impair  o pair,  también casillas o paño o simplemente tablero y frecuentemente, plato; a cada rato, un pleno para alguien.  En fin, no hay número en que la bolita no resbale y se detenga.

Al fin ! -Banca gana,  la frase duele…

Y cuando la banca  pierde, cierta inocultable alegría recorre la piel de los perdedores de siempre.   Un día, un ganador arrebatado obliga a detener las apuestas.  Lo ha ganado todo.  La banca  quiebra y el reciente afortunado recibe de la ruleta hasta sus pertrechos: la rueda y la bola que rula.  Llegó el momento, perdió el mezquino y antiguo dueño.

Nadie sabe que el nuevo es el mismo antiguo.  Solo que esta vez -igual que antaño para que disfruten de su suerte- se disfrazó de otro.  Los beneficios están en las ganancias de casino.  El crupier echa a soñar de día la ruleta y la despierta por la noche a fabricar ilusiones frente al espejo.

La democracia ha cultivado el derecho a las apuestas.  Los técnicos del casino contemplan.  Los consagrados por la mala suerte pierden siempre, son los miserables gracias al truco de las cartas de intención que especializa a mendigos de nacimiento.  Cada apuesta transfiere la propiedad individual al Estado y la pérdida del Estado se realiza a favor de un particular que invariablemente es su conductor.  La apuesta privada es estimulada, al igual que la pasividad de los observadores y la pasión de los jugadores.  Todos, prisioneros de las propuestas y promesas, del eco de sus propios anhelos.  Esta guerra la gana la economía.  El casino.  La política de la ruleta.  Las interminables hazañas del azar y la certidumbre.  Y sin embargo se suprimen la derrota y la victoria.  El juego aparece infinito.  Se realiza en los símbolos.  Cada apuesta es una batalla.  La victoria en las fichas es imaginaria.  La derrota en las fichas es también imaginaria.  El dinero mismo es imaginario.  Solo las fichas son reales, contienen la realidad del casino, desbordan y vomitan imaginación.  Al casino ingresó el presentimiento millonario que sale pensando otra vez será.

El juego rueda toda la geografía.  En el plato de la ruleta, la Patria gira imitando al universo y se detiene en el inexplicable secreto de las probabilidades, un sitio ante el cual el crupier, el rey, su ministro y el miserable afirman: banca gana.


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