En la mitad atrasada del mundo opera un proceso para la destrucción del dilatado presente sin mañana. Hace las veces de explosiones sociales malogradas, de guerras justas perdidas, y en nombre de un equilibrio de laboratorio suprime hasta la memoria de lo destruido.
Sus principios son acumular riqueza, reducir el crecimiento de la población, acelerar el fin de masas obsoletas y de hombres de desecho, el desapolillamiento del inmenso aparato estatal -gloria de otros tiempos- y de otras formas del mismo Poder.
La pobreza entrega todo para formar la riqueza que el tiempo pide. Una extraña tensión recorre este masivo torrente de pauperización, cuya oculta violencia permanece en sus miserables combates. La ofensiva del uno, sin la defensa del otro, neutraliza la violencia de todos en algo parecido a la paz. La democracia pacífica encarga a los representantes de los menesterosos su defensa en los estrechos recintos del Estado.
La desesperación y la violencia colectivas se ejercen por simulación en el escenario institucionalizado de la política, donde la avidez, el patetismo y la agresividad individual actúan.
Los hombres del Poder, caritativos, filántropos, desprendidos, se desgarran por servir a los de abajo. Los salvadores se sacrifican en los tormentos de la riqueza, en su marcha triunfal de cada día.
Cuando los pobres eligen, su espíritu se va, se eleva, se transmuta en la indigencia del ánima de los de arriba y se convierte en el alma atormentada del Poder.
La fortuna tensa el arco. Flecha el corazón de los que nada tienen, los enloquece. La enorme bondad crece y se expande en más de un salvador. Todos concursan en el camino de la salvación. Unos, en el andarivel de los ajustes o en el de las penas contra el crimen; otros, en el de la baratura, las inyecciones de buena suerte, bonos para miserables, vacunas antipobreza, apariciones de vírgenes y cristos nuevos, y la venta parcial o total de bienes del Estado a los salvadores, para suerte de los pobres.
El Estado es la unión de salvadores que ejercen el Poder democráticamente.
Se organiza un sistema de visiones, espejismos y discursos de la obviedad, obviedad cuyo último sentido es siempre la mentira. El Poder teme la expresión directa de la angustia subversiva de los pobres y opta por teatralizarla.
Una creciente masa desdichada contempla la perturbación que por ella revela la actuación de la indigente alma poderosa, que estalla en un exceso de certezas efímeras y en la apoteósica conversión de lo útil en verdadero. La superficialidad de arriba libera a los pobres de su propio espíritu. Los pobres son reliquias de viejas políticas, de antiguos y nuevos poderes. Los líderes del Poder suprimirán la pobreza de cuerpo y devolverán la pobreza de espíritu para cumplir la bienaventuranza. A los salvadores todo les sale bien, sufren, gesticulan y disputan hasta las pocilgas. Su padecimiento es una orgía de éxitos.
El caos con que el Poder seduce permite elaborar las ficciones que convocan a los mas pobres: principios, promesas y lamentos momentáneos, diferencias, identidades y enojos transitorios: todo pasa. El anciano Poder queda. Sus políticos, jóvenes y viejos, sin correr jamás el riesgo que el mañana impone, convierten un puñado de la realidad en espectáculo repleto de lugares comunes para los desgastados cuerpos comunes.
Tiempo de pobres. El presente. La edad de la pobreza.