Alfredo Palacio

Y la tempestad de la historia se convirtió en piedra. Quedó sin palabras. Una inmensa poesía muda.  Las manos que la hicieron son las de Alfredo Palacio.

1895. Se inicia la mas honda y trascendente revolución del pueblo. Los ejércitos contendientes triunfaron parcialmente. Los montoneros impusieron el liberalismo, ese que penetró todos los rincones de la sociedad, y se consumieron en la ética descomunal de los que empujan la historia.  Y fueron derrotados en esa condición que de tiempo en tiempo adquieren los pueblos para asaltar el bien o el mal, y recobrar la vida en sus extremos, en el peligro, donde la existencia de cada individuo adquiere la dimensión de la existencia de todos.  Condición que sume a las masas en sujetos de la historia y que se manifiesta en la voluntad colectiva que modela la del jefe de la manada.

Ese ánimo y la certeza de la libertad para los que vienen y los que vendrán se recogieron en el monumento que esculpió y conformó en el aire con todo su ser Alfredo Palacio,  condensación del amor humano que es cada una de sus aproximaciones a todas las cosas.

Alfredo Palacio ha creado obras que durarán siglos.  El tiempo grande de su obra y el corto de su existencia se juntan en la moral de Don Eloy que aún combate en la imagen de piedra de la multitud que acompaña al General y clama contra la moral que se impuso: el filisteísmo conservador, la doblez del derruido poder, la impostora representación del pueblo, el falso sacrificio, el individualismo decadente, la opulencia substituta de todas las virtudes.

La medida de la historia de un pueblo que se plasma en la escultura es memoria irrenunciable ante sus ojos diarios. Toda la naturaleza presta sus materiales, la piedra, el cobre, el bronce, el hierro, el color, el carbón, la madera.  Y entonces, las manos de Alfredo Palacio, igual que todas las manos creadoras, organizan con ellos el recuerdo. Es la memoria monumental de la guerra justa, de sonoridad que calla y no se aplaca, del color inmarcesible de la piedra, del instante eterno del riesgo de la vida, cuando los absolutos se plasman en el heroísmo.

Cuando le informaron a Alfredo Palacio que le entregarían el premio Eugenio Espejo, en medio de su alegría, dejó libre su sensibilidad y sus dudas.  Y pensando en alta voz alegó contra sí mismo por el mérito de los otros.  «Es que ellos -y nombró a cada uno de los que participaron- tienen maravillas y son grandes».  «Sí, así es,  le dijo Alejandro Idrovo Rosales, y sin embargo, tú lo mereces.  Todos nos lo merecemos, entregado a tí».  Cómo no sentirnos aludidos en el montón de materiales que la magia del arte consagró al pueblo.

Esta obra gigante de la estética escultórica graba la conversión de los quejidos de las masas en el imperecedero instante de su voluntad y en la imagen del Viejo Luchador. Alfredo Palacio le hubiese podido esculpir en la hoguera bárbara, pero su optimismo gitano recogió para siempre el canto de ese ancestro: oh, no eres tú mi cantar… / … sino el que anduvo en el mar.  Y la tempestad de la historia se convirtió en piedra.

Este Alfaro de Palacio resume decenas de obras, pero apenas es el signo de lo que pretende Alfredo Palacio para la orgullosa historia del arte.