Mutaciones en la madre Rusia

Rezagos de la disputa Este-Oeste son las denominaciones derivadas de la deshecha contradicción capitalismo vs. socialismo:  pro-capitalistas demócratas  y conservadores comunistas.  Son nombres peyorativos y pasados que se interponen entre nuestra mirada y el presente. Estos títulos alucinados ocultan el conflicto de la sobrevivencia buscada en el ensayo que los Estados experimentan ante la destrucción del paréntesis socialista, a causa del enorme desarrollo de la ciencia y la tecnología que extinguió o desgastó moralmente las formas de organización social y estatal.

La humanidad está afectada positivamente por el tránsito de la historia que cambió no solo para el Este.  Aportó igual que el sol la posibilidad de ver.

Los mismos motivos históricos causan la guerra en la ex-Yugoslavia, determinan la disolución del régimen de los países denominados democracias populares del Este europeo, liquidan a la Unión Soviética, suscitan la precipitación integracionista, estimulan el planteamiento de reestructuración de los G-7, originan el reordenamiento de las relaciones internacionales, engendran la guerra del Golfo, ocasionan la reagrupación del espectro político en las naciones.  Idénticos principios excitan una intermediación entre la sociedad y la política (de Estado) lentamente substitutiva de los partidos.

Rusia, nombre de tantos significados, pronunciado a veces como maldición y otras como bendición, aún antes de nacer prefiguró el curso de su existencia en los extremos. Dostoyevski incorporó el espíritu de esos confines en sus personajes ubicados en situaciones-límite, en la humanización y deshumanización, en la avidez, en la avaricia, en el altruismo, en la filantropía, en la transigencia o la intransigencia, en la humillación y la ofensa.  Son demonios.  Idiotas.  Todo es crimen y castigo.  Rusia entera, para unos ayer y para otros hoy, es la casa de los muertos.  Esos y estos rusos in extremis  persiguieron siempre el milagro más que a Dios y se entregaron a cualquier hechicería.

Desde este Occidente, repleto de lugares comunes, habituado a transar o a conciliar, temeroso de los últimos bordes, habituado al partido neutro, a una mitad sin peligro y a la otra mitad sin riesgo, resulta imposible tomar partido en esa búsqueda rusa sin mutilar la comprensión de su historia y de su presente.

En Rusia no está en juego la dictadura o la democracia. El Occidente, satisfecho y encerrado en sí mismo, sabe que, en este caso, ese presunto juego es basura.  En Rusia está en juego la muerte y la resurrección. Y en su transición, el populismo lo representa.  Ese que nació en su tierra, y que produjo la impronta con la que marcó a todos los populismos del mundo: la forma política de toda transición. Y arriba a la cima como queriendo reinaugurar el capitalismo, a imitación de Francia en la interpretación rusa. La prensa europea definió el autogolpe renombrando a Yeltsin zar Boris.  Todo el potencial que caricaturiza en Europa a las experiencias tardías se puso en marcha.

Y sin embargo, EE.UU., Inglaterra se parcializan con él y obtienen de sus aliados la anuencia para decir sí. Japón opta por la cautela; el Tercer Mundo contempla.

Es una tragedia rusa, mas trágica que la griega, sin otros admiradores ni coros que sus beneficiarios de ocasión.  El pueblo no cuenta ni participa, tiene tiempo para mirar.  Esta vez el extremo no se da abajo sino arriba.

La experiencia de la revolución burguesa llegó a Rusia, cuando éstas habían concluido en el planeta, y ha perdido memoria de aquella que forjó su pueblo en febrero del 17 y que duró hasta octubre del mismo año.

Y la economía mundial, su referente de inserción, decae sin recuperación en el futuro inmediato, débil para endulzar el ejercicio de una administración librada a un invierno que parece suprimir las demás estaciones.


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