El mimetismo de la Historia

Las definiciones de los contendientes en los procesos internacionales se resumen en pocos estereotipos:  democráticos, fundamentalistas, comunistas, narco-guerrilleros  y algunas variantes de estos platos que ofrece el menú de los medios de comunicación mundial. 

De pronto, un acontecimiento -la irreconciliable oposición de intereses que se desata en Rusia- se niega a esas reducciones (y las facilita) y señala el límite de este misterioso presente.

El mundo -dicen, democrático-  que nació no fue tal sino hasta después de las jornadas del domingo 3 y lunes 4.  500 muertos, más o menos, fue el pago inicial, anticipado, de «esa búsqueda democrática»  en Rusia que hizo siempre de la libertad un factor subordinado a la necesidad superior de la victoria.

No había sido suficiente el decreto de disolución del Parlamento.  Ahí en Rusia no puede haber derrota ni victoria que señale solo responsables rusos.  Fue el triunfo militar sobre ese edificio lo que puso en evidencia el «triunfo de la democracia».  Por fin ha regado su libertad con la sangre que también la alimenta en Occidente.

Sin embargo, el triunfo de Yeltsin podría convertirse en terrible derrota de sus aliados, porque ahora sí se ha iniciado un debate histórico que apenas se resuelve en la medición de la oferta y la demanda.

En Rusia no estaban en cuestión el mercado ni el reconocimiento a la única economía que rige ni la paz mundial ni los imprescindibles vínculos internacionales.  Las discusiones, en rigor, se entablaban sobre los mecanismos de relación de ese proceso de organización social con los G-7, con esa Europa cerrada y proteccionista de los 12, ajena a lo que está mas allá de su inmediatez; con Japón, que mide sus fuerzas y retoma la certeza de que ese es un problema americano,  con la política acostumbrada a una visión moralista de la historia, repleta de una contabilidad de lealtades y deslealtades, que esquematiza a sus gladiadores sin advertir que ahí sí, de verdad, las partes representan una historia jamás contada.

No son las banderas de la Rusia zarista ni las del PCUS las que expresan el verdadero contenido de la disputa en un mundo que no pudo ser: las viejas banderas se izan, exclusivamente por carencia de otras.  Las viejas ocultan la realidad de lo nuevo que está en disputa.  Todavía no florecen las formas ni las palabras que representan este combate.

La humanidad contempló ese conflicto armado como si fuese una batalla en su nariz.  En rigor, era ante su propia historia.  El ritmo de transformación que Occidente quiere imprimir a Rusia no corresponde con su realidad.

EE.UU., Europa, Japón, medio mundo vivieron aprensivamente cada momento de ese desenlace que recorre el mundo y nos advierte que después de 1989 el progreso de la humanidad pasa por la destrucción de una parte de ella.  Y desde allí, el presente ha de crear una nueva moral para reconciliarla con la política, la ciencia, la ideología, la religión también, distintas en sus funciones.

Están muriendo conjuntos de relaciones sociales, es decir, está mudando la piel y el corazón de un hombre agotado.  La gran causa del ser humano es admitir su evolución y reconocerla como un proceso natural.  Como a la selva.  En ella está la expresión mas alta de la vida y la muerte, de su continuidad.

Después de esta batalla en Rusia, al mundo le resulta mas claro que al «post comunismo»  le corresponde también la post democracia.  Quedan las antiguas banderas.  La vida nueva aún se cubre con ellas, protege y agrede con ellas, pero no lucha por ellas.  El futuro se defiende simulando el pasado.  Es el camuflaje del porvenir.  El mimetismo de la Historia.


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