Inmovilidad y grandeza de las masas

Los ojos no ven la luz -se dice- sino aquello que ella alumbra.  Si nada obstaculiza su curso, la luz sigue invisible en la oscuridad del infinito universo. 

Multitudes de partículas inanimadas o de sobrecogedora indiferencia constituyen el medio en que viaja la luz.  Las masas están presentes como símbolos irreales.  Fuera de esta permanencia, ofrecen el espectáculo del salto en la evolución e iluminan el horizonte que su contemplación transparenta.

La  fuerza de las masas se macera en el viaje de su espíritu por la oscuridad y la desgracia hasta que entra en el proceso de aniquilación de sus límites y de la relación que las conserva en la inercia.

En momentos que se incorporan a la memoria de la especie, las masas inertes se vuelven explosivas y desatan un potencial energético mayor que el de aquellas que permanecen en plena ebullición.  Todas ellas hacen la historia -se ha dicho- cuando proclaman su voluntad.  Así sucedió en la rebelión de las Alcabalas, la independencia de Estados Unidos y en la complicidad de un pueblo entero por el 9 de octubre de 1820 y en aquella disposición práctica de combate que liquida al ejército colonial un 24 de mayo; en la toma de la Bastilla y del Palacio de Invierno, en la reconstitución de la unidad nacional estadounidense al vencer en la Guerra de Secesión.   Son superaciones heroicas, victoriosas de siglos de horror y oscuridad, de milenios de eficaz esclavitud, de centurias de reproducción del capitalismo y de décadas de inútil intento de organizar una alternativa al margen, incluso,  de la determinación científico-técnica.

Las masas en sí, inertes, no alumbran.  Conforman la etiqueta del Poder que se sirve de ellas para ejercerse.  Poseen la mirada dispuesta a observar el abordaje a su propia inmovilidad y solo entonces se disponen a reconocer o a marcar otra época, otra simplemente.

Cada líder de ese Poder es el signo de la quimera del oro.  La opción imprescindible de colectividades moribundas que anticipadamente desfilan voceando un nombre, que corren hacia las urnas a depositar la certeza de su defunción.  Frecuentemente, en esas mismas urnas se consuma el fenecimiento de su voluntad.

El Ecuador vive un tiempo de inercia y de salvadores activos, de masas entumecidas, simuladas por turbas y caravanas tumultuosas adquiridas en el mercado del silencio, de la terrible desocupación que se vende bulliciosamente para disimular la quietud.

Alguna vez Marx pensó que la política desaparecería por superación de sus funciones en el desarrollo.  Mientras tanto, es decir, mientras las masas son la inanición de la existencia, los súbditos del Poder demandan dar fin a la política por desprestigio, por las razones de Estado de los partidos de Estado.

La perezosa apariencia colectiva, lenta y opaca, oculta la fortaleza de sus entrañas, de esa luz que viaja y no se ve sino cuando choca.


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