El campo de batalla se modifica por la lenta disolución de fronteras nacionales en la política, la comunicación, el transporte, la migración de recursos de la economía mundial.
Ocupan a las fuerzas armadas funciones inéditas relativas a la continuidad de la ciencia -incorporada como fuerza productiva directa-, la interdependencia, la paz, el fin de viejos escudos bélicos y la naturaleza de los enfrentamientos recientes.
El surgimiento de caracteres mundiales en las funciones de las fuerzas armadas reduce la posibilidad de guerras atómicas y, a la par, ampara la lenta eliminación de sectores sociales obsoletos y de sobrevivencias culturales agónicas, incapaces de marchar al ritmo y hacia el nivel mas alto de la economía.
Los ejércitos del G-7 -y los aparatos militares japonés y alemán- están cada vez más en los campos de experimentación, entrenamiento y simulacro de laboratorio. Saben que la guerra ya no es la continuación de la política con las armas. Hoy, la guerra va siendo una función posible y directa de la economía -con armas, y sin ellas- que se ejerce, incluso, contra el propio ritmo de desarrollo y los peligros de desarticulación social que este genera.
Si alguna frontera militar se rompe en el presente es la noción de la seguridad nacional; no solo por procesos estructurales noveles en el poder militar mundial y la conciencia social que orienta sus escenarios, o por el fin del campo socialista y el resquebrajamiento de los antiguos vínculos imperiales con las naciones mas pobres del planeta, sino -sobre todo- por la presencia de sectores en la economía ligados a la ciencia y al quehacer de esta en las estrategias y tácticas de las fuerzas armadas.
En América Latina algunos ejércitos aún están prisioneros del pasado próximo, cuando se desató, brutal y cruenta, una lucha desesperada e inconsciente entre pequeños grupos insurreccionales, cargados de las razones de la miseria; y fuerzas especiales, armadas de las ambiciones de círculos dominantes, privilegiados y autócratas, sorprendidos en el final de su existencia. Ambos permanecen en los extremos lógicos y absurdos en que se encierra toda ilusión. Sus esfuerzos se justificaron con ideologías de retaguardia. Y se atrincheraron en una especie de tumba abierta para funciones de una época moribunda, cuya inercia aún los convoca por sobre el presente que -en cambio- es abordado por el complejo técnico científico militar que se gesta.
Bastaría reflexionar sobre la solitaria tarea del combate al narcotráfico que plantearon Reagan y Bush a los Estados del continente americano. Hoy, la administración Clinton la reconoce no solo inútil e ineficiente sino corruptora también de sus instituciones.
Los ejércitos están llamados a tratar, aún antes, y mas que el problema de la guerra, las soluciones de paz.
No siempre fue así: las fuerzas armadas de los países latinoamericanos se gestaron en las guerras de la Independencia y -casi simultáneamente- fueron domeñadas en el mantenimiento de un poder feudal o de mercaderes internacionales. Se dividieron ante el aparecimiento del liberalismo y protagonizaron en toda América Latina conflagraciones bélicas que terminaron siendo procesos revolucionarios que impusieron la hegemonía de burguesías de ideología liberal.
Los objetivos nacionales hoy solo pueden ser tales si pertenecen a los del movimiento de la economía y política mundiales.
Desde ahí, los ejércitos representan la defensa mundial que requiere cada nación y las relaciones correspondientes a la ética de cada particular avance.
Los ejércitos están en pos de nuevas ideas. Paulatinamente incorporan entre sus armas la palabra, la de nuestro tiempo, para darle continuidad a otra dimensión de la patria.