La mas atrasada ideología del delito despliega prejuicios seudo justicieros en todas las funciones del Estado. En el Congreso, la pasión por el castigo ha substituido la serena conciencia que debe enaltecer la fiscalización, la legislación penal, la educación.
Durante el proceso de censura al Ministro César Robalino fue evidente este hecho, pues juzgarlo en rebeldía -tal como se lo hizo- significó optar por la vindicta pública y disimular la argumentación propia y la del Ministro.
Un juzgamiento así es el ejercicio de una represalia y no deja la posibilidad de la rectificación y de nuevos propósitos que demanda el tratamiento de la política que representó el ex-Ministro César Robalino. Más aún cuando el que lo substituye, Modesto Correa, plantea que seguirá los mismos pasos que el censurado. De esta manera la fiscalización se convierte en un fiasco, en premeditada omisión de las razones e intereses que están tras de la política que supuestamente se condena. Un juicio de esta laya no enjuicia nada, reedita ese ritual empobrecedor y adereza algún divino manjar.
La obsesión por el castigo, por hacer de la pena un acto del talión, conduce la propuesta del endurecimiento de sentencias condenatorias, -la reclusión perpetua y la sumatoria de penas «sin límite de tiempo»-, en consecuencia los tribunales podrán discutir si 800 años de carcel son suficientes para el criminal o 900. En fin, sanciones «menos graves» que la pena de muerte que también entra en la competencia de legitimar el castigo mas atrasado posible. Esta disputa por la catastrófica herencia de moribundas concepciones penales se pretende exhibir como reacción virtuosa «ante la alarma social» que provoca el delito.
El endurecimiento de penas instituye un espíritu negativo, no genera superación del delito, reeducación del delincuente, tratamientos penitenciarios o soluciones carcelarias. La simple severidad de penas es un acto de fe en el miedo, neurosis moderna engendrada por el nefasto dogma inquisitorial del suplicio que supuestamente escarmienta. La venganza jurídica es la menos ética de las manifestaciones legales de una sociedad.
Esta misma ideología establece la potencial educación religiosa en los colegios fiscales como recurso para escapar del delito y la corrupción. Dos horas semanales en los colegios -dice un graffiti-, dos horas mas para la Policía, cuatro para gerentes de bancos y medios de comunicación colectiva, cinco -de lunes a viernes- para ministros y diputados cristianos en el sentido mas político de la palabra.
Aún permanece en la nebulosa e imaginativa memoria europea la quiebra espectacular del Banco del Vaticano por motivos non santos, a pesar de la piadosa conducción de esta institución por hombres que recibían diariamente estimulantes enseñanzas cristiano-católicas.
La renuncia de la Ministra de Educación, Rosalía Arteaga, precisa los conflictos que enfrentará el país con la aprobación de esta ley que no nace del espíritu religioso sino del credo del castigo que pretendería hacer que las personas aprendan a temer a dios y al diablo para ser públicamente buenas.
El culto al miedo es la motivación de la ideología del castigo. Nunca han sido suficientes las seductoras imágenes del paraíso prometido ni las horrendas figuras del infierno para contrarrestar el delito que procrean ciertas condiciones de existencia social.
A las huellas mas espeluznantes del poder pertenecen la convicción de que la letra con sangre entra, los tormentos espantan al maligno, el temor está en el principio de toda buena conducta, la antorcha de carne-mala ilumina el camino de los buenos, el miedo a la muerte eleva la autoridad del amo, el pandemónium que las masas desatan en el festín de un sacrificio es la salvación.
Nada mas criminal que el poder atrapado en el miedo.