La guerra del 95: el fin de la inocencia histórica

La palabra del Ecuador que puede ser escuchada en el mundo nace de la profunda identificación entre el pueblo y sus Fuerzas Armadas, y germina en la capacidad de organizar la resistencia victoriosa.  Junto a ella, adquiere pleno sentido práctico la objetividad del planteamiento y voluntad de paz que proclama el presidente Sixto Durán-Ballén a nombre de la nación y el Estado ecuatorianos.

La guerra ha sido, y aún es, contenido esencial en la historia.  Estamos dentro de su posibilidad. Vislumbramos este fenómeno en la tensión y límites de las potencialidades de la sociedad.  Saltan al campo de batalla -ocultos en los uniformes, en el combate y el trabajo cotidiano- la madurez de la nación, la contemporaneidad del proceso económico, la disposición militar, la representatividad y vínculos del Estado con la nación y el resto del mundo.  Esta vez la fortaleza de los Estados no se reduce a la suma de sus gastos militares.  La fuerza exige no solo vidas, exige razón, talento, iniciativa, sagacidad, elevada moral, protección de la economía, intensificación del trabajo y extraordinaria disciplina social.

La situación bélica Ecuador-Perú del 95 es distinta a la del 41.  Entonces, el gobierno del Ecuador había perdido autoridad y sus Fuerzas Armadas eran indefensas.  La Segunda Guerra Mundial subordinó derechos y razones del país a intereses de amplios sectores internacionales.  La parte mas débil fue sacrificada.  Nuestra fragilidad redujo la significación del derecho al subordinarlo a la de la ocupación por la fuerza.

La paz es interés de América.  En la perspectiva, la conflagración no involucra solo a Ecuador y Perú, aunque en lo inmediato todo aparezca ligado exclusivamente a enfrentamientos fronterizos. La escalada bélica haría estallar antagonismos regionales no resueltos, pondría en primer plano la degradación económica, política, social, cultural del subdesarrollo. Pospone el libre comercio planeado para el 2005. La guerra conduce a explosiones sociales.

El Ecuador tiene por lo pronto la ineludible tarea de ser superior en la resistencia.  Desde la intuición y el instinto, el pueblo ecuatoriano ha reaccionado con disposición inusitada a desatar su potencial combativo reconociendo la diversidad de discursos que exige la guerra.

Los pueblos derrotados no argumentan.  Lo sabe la comunidad internacional que no se inmuta con millares de muertos en Bosnia o en Chechenia.  Una gota de sangre no le preocupa, aunque una gota de sangre suponga en la comunidad internacional centenares de muertos.

La naturaleza del conflicto tiende a convertir la aptitud para desatar la fuerza  en el argumento necesario.  Esto no excluye, sino implica defender una solución pacífica, no solo a base de los derechos históricos sino de las condiciones del presente, voluntad manifiesta por el Estado ecuatoriano al admitir la vigencia del Protocolo de Río de Janeiro, a pesar de su inejecutabilidad.  La tesis de la nulidad absoluta se vuelve un arma de los desafueros del Perú y no de las pretensiones del Ecuador.  Todos los tratados territoriales del mundo -todos sin excepción-, incluidos los territoriales de los países garantes,  se hicieron en condiciones de fuerza.

Esta guerra es entre hermanos.  Somos hijos de una tragedia, la de la conquista, la de la colonia.  Actores de una misma historia, la de la Independencia, la de estas naciones forjadas mas como consigna militar y menos como procesos culturales.  Nos hemos acostumbrado a determinadas formas de ser, y ese ser no debería violentarse por las armas.

Las armas irrumpen contra cierto ámbito de la naturaleza humana, pero afirman otra naturaleza, la histórica, la que somete a prueba la existencia, no esta vez, sino en siglos -o en guerras que hacen sus veces-.

Aunque por ahora la apariencia sea la de la nada, es el fin de la inocencia histórica en un pueblo de historia joven.