Para enero de 1988, el último año de la guerra fría, el Ecuador estaba inmerso en la política terrorista. Esa ideología alentó los crímenes que cegaron la vida de Santiago y Andrés Restrepo Arismendi, nombres que condensan decenas de desaparecidos y asesinados. Sus deudos con leves quejidos, escasamente audibles, se han incorporado sumándose, haciendo la fuerza de la voz de Pedro Restrepo, quien lamenta que la justicia ecuatoriana haya eludido la oportunidad de sancionar el terrorismo de Estado.
El Ecuador le debe a la lucha de Pedro Restrepo y a las incansables voluntades por los derechos humanos que le acompañan, algo más que una sentencia, el avance en la lucha contra la impunidad y el inicio de una conciencia porque nunca más el Estado ecuatoriano sea conducido por esa política.
Todas las formas de terrorismo son nefastas, pero la ideología del terror encabezando el Estado aguijonea el cometimiento de delitos monstruosos y la agresividad social.
No basta mostrar culpables. Es imprescindible ubicar la culpa mas allá de las circunstancias individuales, en un aspecto de la política de entonces.
El Estado expropia la violencia de los individuos que integran la comunidad que representa y en nombre de esa comunidad él mismo la ejerce. Cuando la violencia sale del marco de la legitimidad y legalidad que se supone encauzan la presencia y el ejercicio del Poder de los mandatarios, surgen esos grotescos extremos de la razón y el terrorismo de Estado que viste justificaciones decoradas con los peligros y atentados a la seguridad. Entonces el discurso del mandatario se vuelve paranoico. Lo acosan las sospechas y los espectros del espanto, al extremo de convertirse en guardian de las operaciones represivas de destrucción de hechiceros, brujos y súbditos insubordinados.
La humanidad ha conocido horribles momentos de esa especie. La palabra Inquisición los nombra a todos. El Estado parece haber nacido al borde de ese abismo, producto de la violencia y arma de esa misma violencia. El siglo XX actualiza todos los horrores de la brutalidad y el desenfreno.
Los contendientes de la guerra fría reclutaron en sus retaguardias demenciales sacrificios por el miedo, al extremo de acarrear a jefes de gobiernos atrasados a la contemplación de sus propios asaltos represivos, exorcismos modernos de las democracias de uno y de otro lado.
Así se gestó la degradación mayor de los aparatos policiales para proteger la vanidad del terror. Allí alcanzó la sima de su descomposición esta ortodoxa violencia.
Ahora, es necesario dotar al individuo de recursos judiciales frente al Estado, establecer prioridad y oralidad procesales en la administración de justicia, indemnizar a los perjudicados, ampliar para estos casos el derecho de petición que prevé la Constitución y la Ley de modernización, promulgar la defensoría del pueblo, crear organismos para-estatales que vigilen las acciones del Estado, cambiar y elevar la formación espiritual y profesional de los aparatos policiales, redefinir el sentido de la disciplina: de la obediencia debida y de la indebida; suprimir el silencio judicial hacedor de falsos inocentes.
Esa infernal política que esta vez no ha sido sancionada ni nombrada, nos recuerda de esas Letanías a Satán de Charles Baudelaire: «La mayor astucia del Diablo es convencernos de que no existe.»
Cuánta razón tiene la oración de la cultura cristiana: lo malo es que el malo exista y no exista la maldad.