el mundo aqui y ahora

Espartaco, ese nombre de las antiguas cosas

Corría el tiempo que se enumeraba con los años que le eran dados para vivir al emperador.  Todas las noticias en el imperio aseguraban que los esclavos -esas herramientas vivas de la época-, lideradas por Espartaco, enemigo de todas las divinidades profanas, y ajeno a la democracia, al senado y a ese antropomorfo semi-dios que imperaba para bien de Roma, por fin se batían en retirada sin rendirse, como suelen hacerlo los espíritus infernales que jamás se arrodillan ni piden perdón ni se arrepienten.

Y era verdad.  Había sido vencido en alguna batalla decisiva y, a duras penas, en el repliegue, le quedaba tiempo para convencer al mercader de galeras de que atracara al borde del Mediterráneo, en cierta playa de esa bota, donde se libraba la más paradigmática y gigantesca moraleja, una leyenda de masas que quisieron hacer lo suyo creyendo que su voluntad bastaba, sin saber que la historia rara vez hace coincidir la voluntad con su ejecución, y que frecuentemente anuncia con la derrota de unos actores, y realiza con otros algo que se nombraba con precisión insuperable, su destino, esa mezcla de luz y oscuridad que armoniza la visión del mañana, se recrea también en la frontera de la existencia humana, vulnera el límite de la voluntad y enfrenta la imposibilidad de su realización.

Espartaco obtuvo del mercader la oferta de sacar a sus combatientes de tierras romanas, hacia no se sabía dónde, sí fuera de esa condición que negaba su cualidad humana.  Las naves no llegaron (y podría ser a pesar del mercader), porque escapar de la historia no es posible y no hay nave que pueda sacar a nadie de ella.  El fin mismo de la vida individual o colectiva no es sino la metamorfosis del ser en memoria.  Las naves no llegaron y se dio paso a ese principio moral absoluto: Espartaco.

Años antes, y a causa de todos los bienes de la época, habían comenzado a crucificar, y ahora volvían inertes a esas herramientas insurrectas y las alineaban al borde del camino.  Eran cadáveres en cruz, única naturaleza y postura con la que aquellos hombres podían rendir honores al ejército triunfante del emperador.

Un grito de horror y orden se impuso y recorrió el mundo; fue la fatalidad de la única organización posible, el esclavismo.  Y en sus entrañas, surgieron otras relaciones de hombres y cosas.  Una de ellas, la que se daba entre los libres y la tierra, fue gestando cierta naturaleza social que prometía una nueva vida.

Los terratenientes optaron por el camino deleznable de la semejanza con los esclavistas, entendían que había una propiedad más rentable que la de los esclavos: la tierra permitiría usar el trabajo de todos los siervos creados a semejanza de esclavos para disimular una diferencia que estalló en el desmoronamiento del imperio romano.  Todo en una especie de continuidad;  nada era lo mismo.  Se sumaron las rebeliones pacíficas de los cristianos, que tampoco con su amor a la no violencia pudieron vencer al más feroz y grande imperio de la democracia esclavista.

Y fue el curso lento, aquel que incorporó la tierra, esa herramienta de todos los frutos, que fecundada por el trabajo iba inflando el vientre de la antigüedad hasta estallar en millares de Estados feudales, avance que destruyó en esos lares la esclavitud.

Los señores feudales jamás supieron lo que habían hecho, solo sintieron las ventajas de lo semejante y la diferencia respecto a los esclavistas, no guardaron huellas de Espartaco ni de los primeros cristianos ni de las catacumbas ni de los caminos apios, simplemente destruyeron ese momento tan dilatado, el de mayor edad que haya sufrido el ser humano.

Sin embargo no ha quedado el nombre de un solo terrateniente que forjase la destrucción del mundo esclavo, solo queda el de Espartaco -las naves que no llegaron se las ha prestado la memoria humana para que navegue en ella-.  Su nombre cubre a todos los que acabaron con la esclavitud.  Heroico, históricamente necesario, se vuelve el nombre de otros actores del progreso que ambulan siempre un camino distinto, un combate distinto, un arma distinta, una estrategia espontánea y una táctica ligada a la paciencia exclusiva de la vida.

Los señores feudales vuelven los ojos para encontrarse con todas las cruces, y se detienen en una que -cualquiera- no en nombre de la tierra, sino de la continuidad de la naturaleza en su forma humana forjó una luz en su derrota, que iría a mezclarse con la oscuridad de la victoria, produciendo ese claro-oscuro del progreso humano.

Decíamos que corría ese tiempo…  y de eso hace ya veintiún siglos.


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