A inicios del XVI y bajo los auspicios que condujeron a los grandes descubrimientos, surgió una nueva cualidad humana: la relación del mercado con la gestación de las economías nacionales, cuya consecuencia más amplia sería el mercado mundial. Esta relación determina una etapa de gran aliento, de tragedia y progreso de cinco siglos.
El antecedente y motor de las economías nacionales fue la producción capitalista, categoría técnica de esta era, cuyas expresiones políticas más acabadas las constituyeron los estados nacionales. Su máxima espectacularidad (y glorificación) la encarnó la Revolución Francesa de 1789.
Las economías nacionales se manifestaron en estructuras, concepciones, formas y símbolos con los cuales se identifican. Sus remotos instrumentos -las monarquías absolutas, entre otros- protectores de las incipientes economías fueron, en un principio, destruidos por la sensatez o desmesura de los estados emergentes y de sus élites.
El historial del estado nacional también incorpora la Gran Revolución Industrial (XVII-XVIII), soplo propulsor de la organización capitalista. La cima se da en Inglaterra para seguir estallando en todos los países hasta estos días, revolución fundamentalmente tecnológica, cuya incidencia radicó en configurar intereses, atributos, horizontes, quimeras y poderes.
Hoy, a fines del siglo XX, aparece otra cualidad humana, aún aprisionada en una denominación descriptiva (economía mundial), la que supera y se diferenciadela economía internacional (sumatoria de economías nacionales) y abre paso a un desarrollo productivo, donde el carácter nacional de la producción se disuelve en la diversidad, la universalidad que la genera.
Los actores del flamante mercado mundial ya no son los mismos, se renuevan y son cada vez más las transnacionales -que principalizan y dotan de otras funciones a la exportación y migración de capitales-. El fenómeno se manifiesta vigorosamente a partir del año 89, en el cual comienzan a crujir las economías nacionales y, en primer lugar, las del socialismo real. Como si los estados pasaran a ser componentes de cierto cuasi-estado, variable internacional de la soberanía, cuya fuente es un espacio mayor, el mercado que integra, en unos casos y en otros, el mundo entero. Comparece así el estado nacional arrinconado y disminuido por esa peculiar organización que paulatinamente lo subroga, el estado-mercado.
El envejecido estado se acopla como subalterno del mercado que integra, pierde la impermeabilidad de sus fronteras y asume los problemas subregionales y los globales: escasez de recursos, pobreza, salud, comunicaciones, materiales inventados, la paz y otros, tales como la investigación cósmica y el tamaño de nuestra especie.
Si la revolución industrial aportó los actores trágicos de la conciencia y la espontaneidad de esa etapa, la burguesía y el proletariado, hoy la mas gigantesca revolución científico-técnica de la historia engendra y poco a poco principaliza actores de otra ocupación. Todos rebasan las fronteras nacionales. Son sujetos nutridos con el saber acumulado de una experiencia que aproxima la noción de la libertad a la noción de la necesidad.
Bajo las condiciones actuales, que en los países desarrollados superan la industria clásica, las clases se desfiguran. La ciencia como fuerza productiva directa modifica sus demandas, su papel y trabazones mutuas. Las percepciones sobre la oposición de clases se subordinan -de manera creciente- a la correlación del ser humano con la naturaleza. Las clases se alejan o se abstienen de sus máximas de fe y asumen -con la inocencia de quien nace- impredecibles destinos.
Los protagonistas recientes del mercado mundial -las empresas multinacionales, las transnacionales, las unidades económicas y marchas de integración- van substituyendo la principal referencia que fue la economía nacional y que definió un tipo de mercado, ese de 500 años. Acuden mecanismos organizativos y procedimientos técnicos inéditos, y un quehacer científico como quehacer productivo en todas las esferas de la producción y la circulación. Además, el derecho internacional comienza a ceder ante el paso de regulaciones que brotan de la economía mundial para los estados y sus súbditos. Y aquí radica la fuente de transformación mas honda del presente que prevé un nuevo régimen jurídico mundial.
La energía del mercado tradicional estuvo en el empobrecimiento de unos (fuente de desarrollo) y el enriquecimiento de otros. El actual reordenamiento y las estipulaciones impuestas a los intercambios tienden a reducir brechas: en muchos casos, por real traslación tecnológica y por expansión de la ciencia productiva. Ahora, el mercado mundial no está únicamente mas allá de las fronteras, como sucede en las economías nacionales, sino «más acá», al interior de los nacientes sujetos mundiales.
Asistimos a la agonía de representaciones de las economías nacionales (de las democracias descentralizadas burguesas, del socialismo, el fascismo y demás representaciones de esas economías). No es un cambio de vocabulario que presume mutar mágicamente las cosas, sino un cambio de la realidad que impone ser reconocido con las palabras que la encuentran y que al hacerlo se recrean e innovan.
Se vislumbra distinta la evolución de la población humana y su concordancia con la vida y el resto de la naturaleza. Por eso, tanto la técnica como las ideologías y entre ellas la ética, la estética, la filosofía y la teoría dan paso a conocimientos e ideas que se engendran en la reflexión que genera el reordenamiento que adviene.
La era que concluía con el siglo XV fue de lucubración metafísica, religiosa y políticamente subordinada a comprensiones justificativas del poder que otorgaba la propiedad de la tierra; a partir del Renacimiento (de la contundencia moral que desembocó en los océanos del mercado mundial) las imágenes ideológicas, filosóficas, incluso científicas que iban a guiar conocimientos, mitos y propósitos de la evolución, estarán marcadas por el racionalismo y sus designios. El racionalismo -afluente determinante del pensamiento occidental actual- asciende a la cúspide con Descartes y la razón dialéctica, en cuya heterogeneidad ha alcanzado conquistas y derrotas enormes en la aproximación y destrucción de la naturaleza.
Desde esos avances y atrasos, una nueva razón se eleva y corresponde a la ciencia-no-solo-racionalista como fundamento de la exploración de la naturaleza, de la historia y sus vínculos. En el fondo hemos arribado -otra vez- al momento del desconocimiento, principio de superación del saber humano: la frescura del enfrentamiento con lo desconocido.
Las ideas correspondientes a las «disciplinas sociales» que describieron el viejo mundo, concluirán con él. La base material de las corrientes ideológicas del XV al XX fue la economía nacional. Trascienden las intuiciones científicas del pensamiento social y, en particular, los fundamentos de la Historia como ciencia que lograra la crítica de Marx.
El fenómeno que se inicia en 1989 y que rompe y se desprende de esa época, tiene como base otra economía en ciernes, la mundial. Aparece, incluso, la posibilidad de la igualdad de oportunidades para el hombre a partir de otra condición material que atraviesa convicciones, culturas y diferencias.
El fin del colonialismo y del imperialismo (que alcanzan el cenit con las economías nacionales) se constituirá en premisa de reordenamiento de todas las relaciones. También las ideas de significación universal en su origen, el liberalismo y el socialismo. No se trata del socialismo real que encontró su tumba en las fronteras nacionales ni del liberalismo nacional que hizo de esas economías una frontera, sino de aquellos conocimientos unificadores y de ruptura que lograron las mas excelsas manifestaciones en las culturas nacionales.
La ciencia funda tiempos nuevos y es antecedente de la modificación de las teorías y de la inevitable relatividad a la que se somete todo pensamiento. La ciencia como fuerza productiva directa y su universalidad, ofrecen a la economía y a la política el perfil y la dimensión natural y social del ser humano.
La novedad en el tiempo está ligada a la novedad en la capacidad productiva. De no existir ésta, el tiempo -se diría- no decurre. Las nociones de fin de siglo XX sobre la economía mundial son solo ideas, no alcanzan aún a constituir su propia representación teórica y política. En este umbral, entre el pasado y el presente, se mezclan en la penumbra del tiempo una curiosa nostalgia por el «ocaso de la era» llamada contemporánea, y una inconsciente petulancia -apenas perceptible- por la aurora de la nueva historia.
La política siempre tuvo y tendrá el tamaño de la economía que representa.