Estrategias para la privatización

Grupos de baja representatividad que no hacen del Estado su preocupación, sino su uso, atareados por el corto plazo, no deben arrogarse la atribución de negociar los recursos estatales que hoy forman el único patrimonio económico que puede ascender a fuente de financiamiento de políticas sociales. Sería una usurpación subastar lo ajeno sin la autoridad política y proyección suficientes.

La mayoría de gobiernos del Ecuador han sido manifestación de políticas de merodeadores. Por este fenómeno, cada quien ha gobernado para sí mismo. Pocos han sucedido a otros para romper y continuar, solo se lo ha hecho para suplir la falta y generalmente para anular adversarios.

De aquí que es importante definir estrategias. Una, respecto de la privatización, y señalar sus condiciones esenciales, principios que encaucen el destino de los recursos.

La privatización debe tener objetivos y el mayor es garantizar eficiencia, competencia y progreso técnico. La venta de un bien público no entraña la venta de la responsabilidad que tiene el Estado sobre el porvenir de ese bien.

El viejo poder político posee el don de la conveniencia para «hacer la ley», proteger la «moral de las circunstancias» y desconocer todo horizonte.   Así enfrenta el «pastel de las privatizaciones» con cierta avidez momentánea que reduce la ética -en la política- a la transparencia que fabrica.

La economía ecuatoriana que forjó un Estado atrasadamente empresario está abocada a un tipo de desarrollo mundial que contrae y reformula las funciones económicas estatales.   Pero, además, la ruina del Estado y de la élite política vuelven inevitable el cambio de propiedad del sector empresario estatal. Bajo las actuales condiciones es previsible la degradación técnica y organizativa de esas empresas.

La privatización de esa riqueza debe ser un medio para el desarrollo y ha de considerar a los sectores productivos del país en calidad de copartícipes para actualizar vínculos de conocimiento, información y administración tecnológica.

Los mandatarios que lleven adelante una tarea de esas dimensiones deberán haber sido elegidos en elecciones generales por ese programa y con esas atribuciones. Ellos serán los que estén en posesión de autoridad y plenos poderes para hacerlo. Han de cumplir un mandato real, expreso, no imaginario ni arbitrario.

No hacerlo así, resultaría una precipitación sobre la «dulce tarea de enajenar». Romper el marco de una restringida atribución, desde una chata comprensión de lo necesario, transfigura a la administración en imputable de abuso de poder.

Asimismo, la privatización no debe realizarse bajo anestesiamiento social logrado con causas de oportunidad, que han conseguido cierta insensibilidad colectiva para percibir lo trascendente, suspendido por el delirante consumo de moralina de corto plazo.

Los gobiernos interinos, incluido el actual, deben tener la paciencia de preparar -a mas de administrar- el inventario y la valoración de empresas estatales para que esa potencial privatización sea hecha por una auténtica delegación, en la que se pueda confiar, en la cual el pueblo advierta la política estratégica, en la que se sientan incorporados los intereses fundamentales de la nación.

En una representación así, dispuesta a ofrecer gran aliento al quehacer estatal, se habrían, cuando menos, tendido puentes entre la moral, la política, el derecho y la conciencia social.