Superar la inercia, política de paz

Los desenlaces asistidos por la conciencia han sido mas trascendentes que aquellos que brotaron de guerras agotadas o tramadas por pretensiones de alcanzar salidas beligerantes a desacuerdos de ínfimo interés mundial.

Los diálogos Ecuador-Perú en Brasilia, tendentes a arribar a una solución negociada de los impasses, establecen un proceder esperanzador para no reeditar esas guerras. En el Continente americano las acciones bélicas han maquinado la fase final del prorrateo territorial heredado de la Colonia. Los nuevos países se erigieron sobre la posesión real o imaginaria de los pueblos vernáculos que fueron divididos por la repartición de las gestadas naciones en lucha por la Independencia.

Quedan muchos conflictos de ese tenebroso y luminoso pasado. Sin embargo, pretender ahora forjar decisiones bélicas resulta una desdicha despreciable. La guerra en la historia es una tragedia o ha sido tal, incluso, si reflejó el avance de la humanidad y ofreció destinos a las relaciones humanas.

Las batallas de países subdesarrollados son para los desarrollados (aquellos que nos venden armas excedentes) solo la farsa del drama social. Y, de alguna manera, tienen razón. El atraso es espacio de experimentación con grandes masas humanas, también excedentes. Las mas de nuestras acciones de armas, a juicio de los países que han participado en grandes conflagraciones, han sido refriegas simbólicas, no la terrible liquidación del 15 o 20% de la población de los contendientes. Una guerra subdesarrollada es una especie de cura malthusiana de laboratorio, se realiza al amparo del ocio creador del laboratorista.

Las hostilidades armadas del subdesarrollo son una «ridiculez», tiempo perdido. No ofrecen otro destino que el abismo, desgracia mayor en la vida de un pueblo, reeditan el círculo crónico de la impotencia histórica, aunque acaban evidenciando los límites de conducción del poder y la fragilidad de los Estados.

Las guerras tardías, las innecesarias, las evitables sirven para crear mercados a productos que se generan allá, de donde viene el sarcasmo ante el infortunio. Generalmente, estas guerras envilecen el espíritu y la reflexión. En cambio, las conversaciones que devienen soluciones negociadas elevan la autoestima de todos los hombres.

En las relaciones Ecuador-Perú no basta la proclama pacifista ni la vivaz certeza de no caer en provocaciones ni lamentar los equívocos del otro. Es más, resulta peligroso animar la cadena de inculpaciones y arrogancias, hechos que se reducen a administrar la inercia. A los Estados les incumbe algo mas que esa «tutoría pacífica». Ellos deben desplegar políticas de paz que no han de confundirse con proclamas ni con el vanidoso muestreo de virtudes y equilibrios belicistas. No basta saber quién va a tener la culpa del próximo choque militar, sino actuar para no tener culpa propia y evitar la ajena.

La política de paz no permanece en la tradicional postura diplomática -incluso sana- ni se circunscribe a la comprensión de esa experiencia, menos aún a la tradicional inconciencia parlamentaria que actúa en muchos sentidos al margen de la historia o peor todavía a la cortina de moral degradada usada para justificar toda razón de Estado.

La política de paz debe enfrentar también antagonismos espontáneos que rebasan los procedimientos preestablecidos. La amenaza surge de la estrechez, rémora y atascamiento de arruinadas formas de organización y relaciones con los vecinos y el reciente orden mundial. El problema limítrofe puede ser causal de reubicación de fuerzas en cada lado de la frontera. En ambos países la crisis, el subdesarrollo y el atraso no se resuelven de inmediato ni se reducen al arbitrio de sus conciencias. De aquí que no basta el delicado proceso de negociación de Brasilia ni los propósitos declarados por los dos Estados. Resulta imperativa una política de paz tanto desde nosotros los ecuatorianos como desde los peruanos. Política de paz que desarrolle otras iniciativas concernientes a la contigüidad, a la comunidad de intereses, a la renuncia expresa al desafío bélico.

La política de paz debe prever un horizonte de estructuras políticas comunes, y soñar también la perspectiva de América Latina y su vinculación con el mundo. Supone concesiones mutuas que ofrezcan ventajas económicas a sus pueblos, el tratamiento adecuado a las inversiones de las partes y la integración en pos del destino común. En fin, es vital hacer de la paz el espacio de libertad de la relación entre los dos Estados y pueblos.

Todo quehacer humano está obligado a encontrar en la naturaleza infinita de la paz su práctica de libertad. El temor, la renuncia al diálogo, el agravamiento de contradicciones, la desmesura, el azuzar la competencia armada son actos reductores de esta necesaria conciencia.

Debemos superar la administración de la inercia.

Una política es imprescindible, la política de paz.


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