El tamaño de los acontecimientos

Los líderes anticorruptos del golpe de Estado del 6 de febrero no han podido fulminar ninguno de los males que imputaron al presidente derrocado («cesado», según el decir del velo constitucional en uso). Ellos han adquirido ropajes insuficientes para cubrir su desnudez y el salto hacia atrás, visibles en la impotencia social ante el terrible estancamiento y la estrepitosa caída del optimismo sin fundamento.

Habría sido (y es posible que aún sea) «virtuoso» reconocer que se dio un golpe de Estado, y dicho así, a secas, siguiendo el parecer popular. Más aún, si de esta manera lo califican notables juristas y todos los organismos internacionales, asombrados por la técnica demostrada.

Si se hubiese dicho: es un asalto, un golpe de Estado, ¡qué alivio! para las almas legalistas. No se habrían desperdiciado charlatanerías acerca de sí correspondió a la Constitución o no, a la psiquiatría, a la moralina de unos u otros, al interés de tales países o cuales instituciones internacionales, o si -por último- fue el fruto de la errónea conducción del gobernante depuesto.

Con un proceder inspirado en lo real se hubiese evitado la cadena de conflictos que apareja la distorsión. Se formularían algunas políticas trascendentes, algo mas que el placer de hacer obras …

Pero el enojo y embeleso por hacer constitucional el golpe es uno de los síntomas del agotamiento de la averiada élite, ostensible sobre todo en la vacuidad de su palabra, el decaimiento de sus argumentos y la pérdida de autoridad de la mayoría de instituciones que dirige.

Por esto, era una fatalidad la dilapidación de recursos y tiempo en la consulta amañada y previsible, de inútiles, aunque esclarecedoras, consecuencias: Asamblea Interina, Corte Suprema Interina, y (se pretende) porvenir interino.

«Por esta sola vez», con los jueces se conformará la mayoría obediente. Se repetirán tantas veces cuantas sean necesarias interpretaciones forzadas para administrar la nación y se acomodarán alegatos anticorruptos para ganar judicialmente pleitos políticos. Para todo esto, los mecanismos serán los correspondientes al presente.

Se intenta financiar abonos a la deuda externa con capital real para los acreedores y ficticio para el Ecuador. Crece el «financiamiento» y crédito especulativos de proyectos, no desde inversiones productivas, sino a costa del incremento de la deuda externa.

Las fuerzas que dinamizan el avance de la economía permanecen en la retaguardia, como reserva, acunadas en ganancias viciosas sujetas a la vieja seguridad. A la pobreza económica se añaden ideas pobres que encarcelan el discernimiento colectivo. La lectura de los días se hace a través de un prisma opaco. La comunicación social está sumergida en el éxito que ofrecen los estímulos emocionales.

La calidad de vida de una sociedad tiene que ver con la cualidad de la información. En el subdesarrollo, son pocos los espacios para la conciencia. El atraso predispone todos sus recintos para el cultivo de prejuicios, creencias mágicas, milagros, estados de ánimo obnuvilantes, repudio a la política, fervor por las crónicas rojas.

Generalmente, la noticia y la opinión suprimen la comprensión de las causas del estancamiento; las investigaciones y denuncias individualizan y estigmatizan lo que no se entiende. Una especie de terrorismo ilustrativo contagia la comunicación en varios niveles.

Los antagonismos incomprensibles repletan el catálogo de este cruel agotamiento histórico y la ausencia de alternativas ante este descomunal retroceso. Se repetirán los mismos candidatos, líderes que cambiaran de trajes y perfumes. Sus palabras tendrán la recurrente vacuidad de sus contradicciones petrificadas.

Las perturbantes desigualdades entre las instituciones estatales no obstaculizan la continuación del enmohecido régimen. Son fáciles para intercambiar ventajas en la recreación del antiguo y lucrativo orden de las cosas.

La función Judicial no justiprecia y enojada con el Congreso lo declara tardíamente de facto. El Ejecutivo permanece enraizado en el Parlamento y sus habilidades. Lo Electoral no mide de manera creible la voluntad ciudadana, escruta en porcentajes, se parece a las encuestas. Todo se cataliza en las sombras. El Congreso -obligado por ser supremo- reorganiza la Corte Suprema para nombrar la mayoría que obedezca a la mayoría. El presidente Interino «se abastece de decisiones en las reuniones con el dueño de la dictadura», para resolver las cosas también de esa mayoría. Y todo a hurtadillas, bajo la ventajosa penumbra del golpe.

Y lo mas violento, la hegemonía de todos esos intereses se solventa con el agotamiento histórico de la organización estatal y social del país.

Para colmo, cuando ellos fingen enfrentar la decadencia, desatan las pasiones mas bajas, las más fáciles, las de un poder erigido sobre la miseria, las de la inconciencia del fin de un momento hecho de siglos.

Cuánto esfuerzo desperdiciado en ocultar el golpe de Estado. La verdad ahorra tiempo y disfraces. No hay que buscar constitucionalidad donde la subroga la voluntad de los nuevos jefes. Esa búsqueda obliga a esa voluntad (acicalada de disposiciones jurídicas) a permanecer siempre encubierta. Por ahora, los líderes encadenados al bien son esclavos del camuflaje. El desconocimiento del golpe los hizo cautivos de un derecho fingido.

Ya no hay posibilidad de que estos líderes deteriorados proclamen con orgullo el golpe que dieron. No ofrecen ninguna opción económica, política, jurídica, ideológica, ética.

Los atuendos del régimen configuran una fiesta de simulaciones, antifaces, máscaras, discursos dobles y embozados, intenciones múltiples y encubiertas.

El mimetismo de la agotada dirigencia estatal se expone en su tapada politécnica transmitida a todo su quehacer político: la poliadministración, el poliderecho, la polimoral, la poliargucia. Dobleces y decupleces de un poder que no está orgulloso de su origen.

El Ecuador pierde lo que le roban, tiempo histórico. Por esto, el atroz espectáculo de la naturaleza de los acontecimientos y, entre ellos, del golpe.