Tribunal de la santa anticorrupción

La moral evoluciona con las necesidades y el fortalecimiento de la condición del desarrollo; sus preceptos, axiomas y significados cambian. Los valores se relativizan. Para el individuo, las sociedades y el poder, esos mandatos, sirven y se usan de distinta manera.

El despliegue del cristianismo, por ejemplo, conjuga el excelso potencial humano en lucha por el bien desde la religión y la política, y el infernal uso de esos mismos principios en las mas repudiables expresiones del poder, la ideología y sus versiones. Para este caso, el recurso fue siempre la reducción de la moral a un apetito transitorio. La Inquisición consumó su símbolo mayor.

Este fenómeno ha estado presente en la decadencia de los Estados o ante la imposibilidad de realización de algún dogma en diversos regímenes. La dimensión de semejante tragedia ha variado no obstante la persistencia de su cualidad.

El Ecuador experimenta de manera aún germinal la difusión fanática de esa mínima moral que se asimila y multiplica profusamente en los sectores intermedios de la sociedad. La contracción de la moral suplanta la visión de la culpa por la del culpable.

Esa menguada moral escindida de la política realiza intereses fugaces y marchitos del poder reconstituido.

El golpe del 6 de febrero significó un disforme e imponente retroceso, al hacer del Estado y la nata de la sociedad civil un invisible tribunal de la santa anticorrupción. Imaginó sacar al régimen anterior de la historia para que sean sus tribunales, jueces y fiscales los encargados de juzgarlo, y siendo así triunfó, porque lo único que podía beneficiarlos es un juez ya no el porvenir. El gobierno de Abdalá Bucaram abrió una ventana a las entrañas del poder. Un juez puede premeditadamente confundir al poder con el PRE, la historia, no. El interés que realiza el movimiento social y su representación circunstancial son distintos. Por ahora, únicamente están en escena los calificadores del suceso que los abanderados anticorruptos desean.

Hoy, sin fuego, simplemente con el control y el manejo que ejerce la moralina, que hace las veces de ideología del régimen, se puede incinerar todo lo que el poder político requiera.

La Comisión Anticorrupción es un subproducto para los capos de «los maravillosos días» que los consolida. Ella ha cumplido bien las tareas asignadas. Para las masas medias, la Comisión moraliza, exorciza al Ecuador de Bucaram. Y mientras actúe así estará en el orden de las cosas que a la superioridad le interesa: suprimir la visión de la determinación del sistema.

No obstante, es imprescindible diferenciar la ética y voluntad personal de quienes integran dicha Comisión de la función social que ésta tiene. No está en juego la integridad personal de sus miembros, pero sí el papel de ella, las funciones de su presencia, el uso de la autoridad individual de sus integrantes, que restringen su mirada a lo repudiable del gobierno derrocado, al morbo que satisface a «todos» y pone en escena ese drama que es aún el de algunos gobiernos precedentes y lo será en mayor grado del interinazgo.

La sola existencia de la Comisión Anticorrupción condena al poder que la integró, incapaz de ejercer justicia, obligado a conceder ficticias atribuciones a hombres buenos, éticos, convertidos, desgraciadamente, en cuyes de limpieza shamánica para satisfacción y catarsis de una masa domeñada y explotada durante siglos.

La afirmación de uno de los integrantes de esta célebre Comisión (no jerarca anticorrupto) acerca del parecido de ella a un alacrán en la bragueta del poder económico y político, es sugestiva. Siendo así, no habría reducido su función al conjuro anti-Bucaram.   El diario El Comercio (A3, 26 07 96) infiere de las palabras del Presidente del Congreso que » (…) ‘administra realidades’, que su declaratoria de lucha contra la corrupción fue hecha con dedicatoria. Se sobreentiende (…) destinada a Bucaram y aquellos que colaboraron con él».   Los anticorruptos que puedan ser imputados de algún delito antes o después de Bucaram, en lo inmediato, están en el poder y, por lo tanto, se pueden deshacer fácilmente de este alacrán.

De ahí que la institucionalización de la Comisión Anticorrupción podrá hacerse en la medida en que se renueven sus miembros y ésta tenga por tarea sacralizar lo establecido, encontrar más culpables y no concluir que la solución está en cambiar el poder degradado, del cual la corrupción y la anticorrupción son sus achaques.

La naturaleza social de un sujeto político como la Comisión Anticorrupción se juzgará por sus consecuencias. Y en cualquier caso, esa valoración estará por sobre la simple aceptación o el miedo a impugnarla que ha prevalecido en estos meses.

Los hechizos ante la posesión nunca sirvieron para crear un poder nuevo. Siempre fue la fuente de consolidación de la decadencia, la dolorosa manifestación de la impotencia para enfrentar la limitación y adversidad colectiva e individual. El remedio fue la persecución a los posesos, los malos, según la opinión del gran tribunal que actúa de frente a la delirante galería. La perversión del enemigo propicio se convierte en espectáculo de acusación, veredicto y sentencia condenatoria.

La moral de la que está hecha la grandeza jamás recurre a exhibir la miseria expedita para mejorar reconocimientos, no alardea de lacras enormes para ser aplaudida por quienes se benefician de las obsesiones antidelictivas y la minimización de la ética que garantiza a los poderosos comisarios revolcarse en el statu quo per saecula saeculorum.

Los políticos han sido clasificados en corruptos, anticorruptos y los hay de los que están en el medio -en el triunfador centro- para usufructuar de los dos. Esto es una tragedia para el país.

Este empequeñecimiento de la moral, usado como lente para percibir el movimiento social actúa sobre el éxtasis que rebasa a la masa ante el crimen político, despolítizándola aún mas, para restituir el poder total a los anticorruptos.

El encantamiento que las denuncias condenatorias ejercen aparte de todo juicio, norma legal y competencia es absoluto. La eficacia de la justicia politizada y de la política judicializada hace del crimen una de las bellas artes.

El tribunal de la santa anticorrupción, visible ya a simple vista, no cambia nada, pero entretiene a todos, mientras actúa sobre los otros y crece, atraviesa el Estado, la galería lo ovaciona pero aún está lejos, allá en el tablado de la política, dedicado a la teatralización del robo.

Al margen, el pueblo no disfruta de los bienes de la corrupción ni de la anticorrupción. No está en la galería del tribunal.

Todo queda atrapado entre hoy y las elecciones.