La Constituyente surgió como consigna a comienzos de los años 90. Las razones tenían y tienen que ver con el agotamiento del Estado presidencialista deteriorado por las épocas y usos desde los orígenes de la República. Su ineficacia salta a primer plano ante la imposibilidad de materializar, proyectar y simbolizar plenamente los intereses de la nación, la diversidad étnica y cultural del país y el presente.
Los recientes días condenan el paternalismo, proteccionismo y empresariado estatales, cuyas anquilosadas fuerzas económico-políticas, crecidas bajo estos auspicios, son rémoras para el adelanto.
Hasta ahora, la traslación de capital estatal -independientemente de su legitimidad- hacia el sector privado y la protección monopólica se las consideró «naturales». De esta manera, se encubrió la renuncia a la competencia, la calidad y la productividad del trabajo, por parte de ese estado privatizado (y de su ideología social copartícipe de esos manejos). Esto es pretérito, por mas que ocupe el lugar del hoy, sus actores y propietarios han memorizado palabras de moda y de actualidad para manejo de fechas, y son los únicos al mando de esta ruina (la organización del estado), a la que incorporan transitoriamente, para tareas morales sin política a amigos y adversarios desechables.
Generar y estructurar un contemporáneo instrumento político de la nación y reorganizar socialmente la economía son tareas urgentes. No obstante, no viable en lo inmediato. El viejo poder sí puede seguir gobernando, y las alternativas aún son frágiles y subordinadas a la ética de su dominación.
La codiciosa aceptación verbal de convocar a una Constituyente para lucir «las luminosas jornadas» febreristas, por parte de sus usufructuarios sacrificados durante lustros en la administración nacional, iluminó como un relámpago las ilusiones de los amasados sectores medios.
Por el tamaño de los acontecimientos, la aceptación se disimuló el mismo día del golpe, una redacción descuidada, en lugar de Constituyente, escribió Constitucional y modificó el plazo, no digitó 60 días, sino agosto de 1998. Pasaron los días y el 25 de mayo se rebautizó de «Nacional» a la Asamblea, a fin de legar un tinte profiláctico a su naturaleza y reducirla a dictar reformas constitucionales, «y a nada más».
Los tradicionales partidos y grupos que han lucrado del estancamiento del Ecuador no se sienten responsables de nada, ellos simplemente hicieron y hacen obras. Los responsables son otros, los que votan -según ellos- «sin saber lo que hacen», y los súbditos del corroído estado.
Temían que una Asamblea los desplace, alarma infundada, porque ellos pueden coparla, y sin embargo optaron por su diferimiento. En los primeros momentos, advirtieron al Presidente Interino que debía actuar como Luis XVI y proclamar: «después de mí, la Asamblea».
Y así lo hizo el Congreso. Estaban reunidos 70 congresistas, se había ordenado tomar la votación para fijar la fecha de la Asamblea. El Secretario miró la sala y contó. Su labor fue ardua. Al final informó: «58, a favor; 23, en contra». El Presidente sentenció de inmediato: «está aprobada la moción».
Algunos gritos rompieron el tradicional sainete del Congreso. Se levantaron voces de protesta, porque 58 y 23 no sumaban 70. Había algún error. Se cuestionó la técnica del conteo. Se sermoneó a los perdedores, debían «saber perder». Y seguramente, se pensó: «para qué sirvió la revolución de febrero, si no podemos ni fijar el día …».
De esta manera la Asamblea será el 98, se integrará a su plataforma electoral y después también podrá rezagarse para mejor oportunidad. Se «salvó» el querer febrerista protegido en las voluntades que realizan los destinos del pasado.
Los cuidados de este aplazamiento marcan, además, otros esmeros. Por si la fecha llegue, se ha impuesto un poderoso veto. Se trata de los procedimientos para integrar la Asamblea y el empleo del retroceso de la conciencia social ocultos en la vigencia de ideas de control tradicional. Ahí está el real veto en marcha, ahí radica el triunfo de los mandatarios febreristas. El resto será el cauce de la reforma Constitucional propugnado por el Congreso que se hace de simples argucias parlamentarias para que la Asamblea sea su continuación, la copia original de su incapacidad reformadora y fuente de legitimación del retorno.
Se requerían mecanismos frescos de nominación y elección de integrantes de la Asamblea, control y equidad en la propaganda y publicidad electorales, y condiciones de absoluta igualdad para destacar los argumentos de la reforma y suprimir el concurso de inversiones de partidos, candidatos y financistas.
Un impulso de esa naturaleza habría sido para el Ecuador el principio de otras figuras, imágenes y funciones. Y solo el principio, porque la inercia rige como cultura y, por tanto, el electorado no escaparía de reeditar la mayor parte del ayer. Sin embargo, lo novedoso en el país y la correlación con el resto del mundo habrían tenido por primera vez visos de estar en dicha Asamblea.
Ante la hipotética creación de un remozado tipo de estado y estrategias, formulaciones y concreciones que modernicen el orden jurídico; ante esta potencialidad de la Asamblea, el viejo poder solo pudo reproducirse a sí mismo como casta «anticorrupta» e incapaz de la grandeza en la historia.
Por ahora, la tragedia de la pobreza se impregna en la retina. No hay peligro. La amenaza vendría de su paso a la conciencia. Pero, se lo impiden las ideas muertas a las que se aferra. La pobreza es la monstruosa huella de los dueños del estado. Una despiadada marginalidad se ha trepado a la cabeza de los que se agrupan a su alrededor. Son masas (con las que se justifica la dictadura) que dan fe de la fuerza social de los jefes, no ven, no oyen, únicamente gritan o ríen estrepitosamente. Y eso satisface la sed de espectadores de los poderosos. Ahora, ellos y sus adornos encarnarán la Asamblea muerta.
Cuando la pauperización se haya extremado hasta el punto de que los pobres hagan milagros, cuando el pueblo haya sido crucificado otra vez, no le quedará otra opción que bendecir a sus centuriones.