De los espejismos a la nada

Las ilusiones, al igual que las utopías, amparan y aposentan a grandes y pequeños movimientos humanos. Suelen constituir fuerzas positivas e indispensables en los avances históricos.

La sicología destaca, por ejemplo, de la Revolución Francesa la voluntad desbordada de ilusiones de todos los actores de aquella gigantesca hazaña. Así fue durante nuestras Guerras de la Independencia, cuando la pasión por la libertad hizo hasta del delirio un sendero. Más tarde, de la Revolución Bolchevique se ofrecieron prodigiosos testimonios sobre el ánimo descomunal, perseverancia, firmeza y magia de los soldados, campesinos, obreros, intelectuales de entonces que habitaban esa década estremecedora de inicios del siglo XX. Pensaban (o sabían) que del quehacer de cada uno de ellos dependía el destino del mundo.

Fueron ensueños revolucionarios que la vida pulió, que agigantaron el espíritu de esas épocas y -sobre todo- forjaron hombres nuevos.

Cambiando lo que se deba, mutatis mutandi, si comparásemos aquellos ánimos con las supuestas esperanzas que falazmente se publicitan en estos días previos a la Asamblea Nacional, podríamos advertir el terrible e inevitable callejón sin salida en que se encuentra el país. Ciertas élites «protestan», porque según una curiosa información (ajena por completo a la realidad), en el seno del pueblo se esperaría de la Asamblea demasiado: pan, techo, empleo, zapatos, teléfono, educación, salud.

Se le atribuye al ambulante común la torpeza de creer que de la Asamblea brotará algún milagro para mejorar su situación en lo inmediato. Pero esa imputación no es sino la inaudible ruptura que existe entre las poderosas élites y la sociedad. No se percatan que la tragedia mayor radica en que la sociedad no espera nada. Los de abajo carecen de expectativas, no presumen, no creen, no confían, no acechan, no ven, no conciben, no se animan, no sueñan, no se ilusionan. Y si se les preguntase «qué desean» volverían los ojos para evidenciar el olvido de tan desusado verbo, desear… Drama conmovedor que demuestra la ausencia de fortaleza para la transformación.

Sería maravilloso que el pueblo esperase un milagro de la imaginación, que engendra grandes deseos. Pero no. Lo desconsolador es que las masas sostienen la inercia, la continuación de lo mismo, las trampas de siempre, los engaños habituales, los parches de la inmovilidad oculta, los pactos para la táctica, jamás un acuerdo para establecer una estrategia nacional.

La sola observación de la dispersa temática asambleísta que cae sin convergencia alguna, sin continente ni objetivo común demuestran que la pretérita organización social y el mismo Estado, aunque decadentes, aún pueden seguir y está lejano el renacimiento. Por eso, se discuten nimiedades, candorosas operaciones administrativas, beneficios para los próximos mandatarios. Y se reeditan sin tomar en cuenta los tiempos: promesas de «un presidencialismo fuerte», al margen de antecedentes y requerimientos de la economía, la representatividad y funcionalidad del Estado.

Atribuyéndole al hombre común alguna estulticia, el poderoso pone en evidencia la falta de conciencia materializada capaz de construir una alternativa que haga del país el objeto y el sujeto de un nuevo curso.

El desengaño respecto de la Asamblea no será mayor pero sí suficiente para ahondar la desesperanza que aproxima al pueblo a la desesperación que acusa al Estado y su clase dominante. En tales condiciones, al Ecuador no le sobrevendrá una revolución social, sino el resquebrajamiento profundo del poder que rompe la paz interior.

La inconsciencia de esta élite y no las «rectificaciones» que ella hace al pueblo diciendo que no debe esperar ríos de leche y de miel de la Asamblea, es tan nefasta como inútil la solitaria y aislada desesperanza.

Los aluviones de quimeras y espejismos expresan grandeza, no se dan en la degradación. Aquellos tienen lugar en los ascensos, en los caminos flamantes.

Mientras tanto aquí, esta vez, todo cruje, unos hunden a otros, levantándose sobre sus cabezas. Las marchas fúnebres son las del triunfo del viejo poder, organizador de esa Asamblea, a la que destruyó en sus orígenes. Se burló de ella al «proclamar» hipócritamente sus plenos poderes, tramó un sistema electoral que desconocía la diversidad y las minorías, y estructuró la cartilla de votación que garantiza la elección de los elegidos. El Congreso se encargó de hacerle una jaula a la Asamblea, fuera de la cual no podrá andar y la colgó en el patio trasero de sus dominios.

La Asamblea fue anticipadamente amarrada, amordazada y purgada.

Y sin embargo, el viejo poder le tiene temor, porque en semejante oscuridad; si llegase a abrirse una ínfima fisura, bastaría un rayo de luz para partir en dos esas tinieblas.


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