Un reclamo de racionalidad llama a resolver diferencias accediendo a los planteamientos tributarios del gobierno. Se contraponen a ese llamado, sectores diversos que convocan al cambio de intereses en la dirección del Estado.
La que fuera razón del endeudamiento y del festín de los recursos petroleros, ahora exige otra lógica: el pago «racional» de lo que se debe y otra «racional» tributación.
Cada una de éstas razones han devenido en sinrazones. Así, las irracionalidades se juntan con sus contrapartes para armar el círculo vicioso del pensamiento estéril que brota de la especulación económica.
En síntesis, cada interés posee su racionalidad. Pero, toda coherencia se derrumba ante la naturaleza social que puede coincidir, o no, con la lógica de un interés. Las determinaciones del curso humano superan la racionalidad que se invoca, y sus inútiles quejas se miniaturizan frente a la irrupción inapelable de la naturaleza de las cosas.
Las guerras no han sido racionales ni irracionales, menos aún, una u otra de sus partes. Ni siquiera el conjunto posee regularidad que pueda explicarse desde la inteligencia de lo evidente. La transformación es factor esencial en la evolución, hasta ahora ineludible. Destruye todo lo que impide el avance, aunque esto sea un capítulo más en la historia de la dominación, la infamia o la desaparición de pueblos que con su muerte proclaman la victoria de la especie.
El poder es resultante de las confrontaciones. La «paz», la vigencia de ese producto consolidado. Cuando el poder se rompe, una conflagración resuelve esa ruptura. No existe otra forma de destrucción de una estructura degradada que batallas y conflictos pequeños o grandes que alcanzan finalmente la construcción «deseada», aquella que determina el curso universal de la historia.
Ecuador yace en la antesala de una ruptura. «Todos» están armados de racionalidades. El gobierno habla en nombre del apetito presupuestario «para salir de la crisis», los acreedores nacionales e internacionales invocan al dios-USA para que se realice la racionalidad del pago, los gremios empresariales contradicen tardíamente y sin política las pretensiones gubernamentales, los trabajadores exigen consideración para sus reivindicaciones. Cada vez que un paro está en ciernes, el Presidente Clinton aparece -según la prensa- como el ángel de la guarda del alma del gobernante.
El juego de estas racionalidades es irracional.
El Estado no se rige por otra racionalidad que los intereses económicos por los que existe. Menos aún, en su instancia hegemónica.
La política y la economía se hacen también desde pasiones que han de institucionalizarse y estructurarse de manera real. No basta un llamado espiritista a Descartes para que el país funcione.
Al margen de una organización social y estructura de Estado que condicionen positivamente la producción y distribución equitativa de recursos no hay futuro para una población sorprendida por la globalización, en pleno estancamiento y atraso, con un poder resquebrajado y moribundo representado por una casta parasitaria, cuya obra mayor es la parálisis económica, la degradada privatización del Estado y la vigencia de prejuicios de control en todas las esferas del proceso social.
El progreso no es la historia del humanismo ni de la deshumanización. Es la de una naturaleza que no puede ser juzgada ni enclaustrada en la parcialidad de uno de los intereses que lo conforman.
Es probable que en esta evolución nunca triunfe ninguna de las partes y que las trincheras se conviertan en sepulcros rellenos, sobre los cuales los intereses sobrevivientes -generalmente nuevos, aún invisibles, pero ligados a la producción- cultiven sus propios jardines, laureles, frutos y su propia selva para la continuidad de la vida cuya mayor comprensión estética se reconoce bella.