La crisis, «oportunidad» para unos y sufrimiento para otros, se la analiza, diagnostica y medica. Pero no responde. Su realidad está alejada de la descripción que de ella se hace.
Un listado tedioso de síntomas, desocupación, desorganización, atraso en todos los órdenes de la vida social, disolución de las culturas vernáculas, debilitamiento de vínculos internos y externos, ficciones sobre la crisis, reproducen la impotencia y los límites sociales para enfrentarla.
Los líderes son expresión de soluciones potencialmente maduras y de contenciones temporales para posponer el final. El aislado requerimiento de un «líder» se enfrasca en un individualismo ajeno a las circunstancias que lo crean.
Cualquier posteridad facilita ver las determinaciones de cada circunstancia. Bajo la dominación del inmovilismo, los diagnósticos ocultan las causas sociales de la crisis, que -sin dejar de ser imputables en algún grado a individuos- corresponden a estructuras, relaciones y formas en las cuales se debaten en retirada los intereses que las conducen. Sus palabras de éxito como «imagen», «gobernabilidad», «estilo», «pose», «etiqueta» o «elegancia» son irrelevantes, aunque sus mayores auspiciantes hayan tenido el liderazgo en la Asamblea Constituyente, el Congreso, la Presidencia de la República, las Cortes de Justicia, los Tribunales Electorales, y más.
La abundante puerilidad con que se observa la historia y la vida cotidiana integra la derrota de las masas, termina con la protesta colectiva e imputa a la perversidad de los individuos el mal que sufre el país.
Así, el poder permanece intacto, intocable y, sobre todo, invisible. Un túnel, en cuyo final algún medio de comunicación vislumbra ya la luz.
Un perspicaz analista se asombraría ante la ingenuidad con que se observa esa luminosidad que se aproxima, al advertir que puede ser el faro de una locomotora.
La utilización decadente del Estado impera. El pueblo a duras penas reacciona. «La explosión social» es solo la pesadilla de quienes le han hecho daño. Pero, está de moda.
El temor a «la explosión social» se distribuye para esconder que quienes gobiernan son representantes de un círculo ajeno a las demandas del desarrollo. Este diagnóstico real es escamoteado por frases prefabricadas, «falta de gobernabilidad», «escasez de líderes», «ausencia de optimismo», «locura social», «corrupción y delincuencia», hilos con los que se teje una capa que todo tapa.
La crisis ha mostrado la patraña.
Es previsible una ruptura en la clase dirigente, y desde ahí, la toma de posiciones de la sociedad. Esto sí amenaza.
Un siglo después de la Revolución Liberal, se avizora un nuevo enfrentamiento. No entre los buenos vs. «el enemigo interno», sino entre «dos» buenos: uno, que se va, el aparato bancario-especulativo, y otro, el que requiere la historia, los procesos de producción.
Sus trincheras se abren en la sordera gubernamental que preside la procesión fúnebre que sepultó la Constitución en el 97.
Ahí todos son aliados y enemigos, gobiernistas y opositores, sucesiva y simultáneamente.