Tormenta en el poder por apagar un paro irreprochable

Emerge una nueva fuerza social. Intermediaria en los procesos productivos, afectada por la política económica impuesta hace 20 años. Discriminada y menospreciada. Corresponde a transportistas y nuevas generaciones de los pueblos indios.

Aparecen como el relevo de la ensoñadora disposición proletaria de comienzos del siglo XX. Pero, no es así, no están para reeditar esa historia sino para iniciar la que el curso mundial impone.

Una conversión de ideas universales echan raíces contra el hambre y el atraso en masas tradicionalmente esclavizadas. Consideran la posibilidad de una moneda en la plenitud de sus funciones, reclaman el derecho y el respeto a la propiedad privada, no creen en fronteras aduaneras. Aunan la pluralidad social, empresarios, accionistas, obreros, técnicos, profesionales, administradores, y presienten que esta unidad no basta. Convocan la diversidad étnica, cultural, regional e intuyen que todas estas fuerzas no son aún suficientes para superar los límites impuestos por un sistema parasitario proyectado en la casta (cogobernante y contrapuesta) intoxicada de victorias degradantes, usurpadora de tiempo histórico a una nación que no alcanzó a ser, porque este presente va sepultando el Estado-nación. Esa potencialidad irreprochable mira la globalización y universaliza su interés.

Se diría que ahora los gremios del transporte y las asociaciones étnicas disputan una carrera contra la banca, que la diversidad nacional se sobrepone a la homogeneidad que hizo de la «superioridad racial» de los blanco-mestizos un cristal tras del cual observaron «la toma» de Quito por parte de manifestantes indios, como si fuese una invasión de Pieles Rojas en el Oeste.

En un principio, las Fuerzas Armadas fueron crispadas por la política gubernamental que puso en alerta roja todos los convencionalismos de la tradicional dominación y el temor a los de abajo. La positiva experiencia de las Fuerzas Armadas con los pueblos indios se puso en juego, arriesgando una relación fundamental del destino de este país. La Iglesia volvió a unir su autoridad a la explosiva pólvora. Así, la casta probó la vitalidad de su escolta y se sintió otra vez conquistadora.

El stablishment fue asaltado por el fantasma de su propia memoria, el golpe de Estado de febrero del 97, inducido, conducido y representado por conspicuos líderes del statuo quo.

Los amos de la DP y el PSC se aterrorizaron con sus recuerdos de los conciliábulos del 97, que gestaron y dirigieron con el mismo éxito con que hacen todas las cosas. Su unidad para el golpe, el proceso electoral del 98, el gobierno de Mahuad, el 1%, lo que silenciaron u ocultaron continúa, otra vez, en la mutua y «brutal oposición». El PSC pone el gesto combatiente y la DP, la mueca de víctima.

Bajo esta patología política que relaciona al «buen opositor» con el «mal gobierno», de manera sucesiva y viciosa, se aprestan a enterrar la visión que brota de las entrañas del pueblo.

Mientras tanto, el PRE (el derrocado), caótico torrente de un cuerpo social que simboliza la mayoría de la población ecuatoriana en estado de marginalidad, generalmente ajeno a lo establecido, excomulgado por la curia, expulsado del paraíso del poder, maldecido por la casta. Hormiguero de negros, cholos, indios, desclasados levanta una consigna estremecedora: ¡cremar la camioneta con el calor de la historia!

El paro de julio del 99 redujo transitoriamente la prepotencia gubernamental, descubrió los inflexibles límites de las cámaras de la producción que no acudieron a la convocatoria de los indios, transportistas, trabajadores y provincias del país. Y, sin embargo, se prestaron a una llamada fuera de las circunstancias de la protesta popular, destinada a apuntalar el gobierno desde la oposición y substituir los temas reales por los ficticios. Privilegia la farsa de «la conspiración» (burda comedia) para poner en vigencia el péndulo que porta y distribuye el poder viciosamente.

Canallada histórica. Contraria a la evolución de los pueblos, al reconocimiento de sus combates y consecuencias.

La protesta cuestionó las falsas soluciones de notables, puso en tela de juicio todos los ‘cusines’, demostró que Mahuad se mantiene en el cargo porque encarna intereses de la banca especulativa nacional y extranjera. Por eso, cada vez que hay un pequeño temblor popular aparece la «comunidad financiera» con la advertencia, «no lo toquen». Pero hay algo mas, también lo afianza la discreta presencia del ejército norteamericano contra las drogas en territorio ecuatoriano, previsión o premisa de una gigantesca lucha en Los Andes, en caso de que Colombia sea convertida en un nuevo Vietman.

El presidente Mahuad es intocable, no por lo que dice o hace, sino por lo que deja hacer a sus banqueros y «demandas internacionales» que no requieren de su palabra ni consentimiento.

Muchos dogmas han caído con este paro, cuyo costo es infinitamente menor que cualquier devaluación u obsequio gubernamental a la banca. El costo del paro comparado con el de la persistencia de la política económica resulta insignificante.

El paro y las masas demostraron que los pueblos no dan golpes de Estado. El stablisment (gobierno, oposición y prejuicios) está unido. Si cae, caen todos; caso contrario, no cae nadie.

Cambiar lo naciente de la preocupación en las masas, dejar de lado lo trascendente que condujo el paro y, en su lugar, ubicar el tema de «la conspiración» y disputa DP-PSC es provocar un aluvión de basura y una cortina de barro que impiden ver mas allá.

Se ha restablecido la secuencia de siempre. Sin embargo, algo nuevo ha nacido.