El martes 20 de julio, sin confundirse con la protesta de indios y transportistas, el PSC logró, en la marcha que convocó, menguar y reorientar el descontento antigubernamental. El grito «Mahuad fuera» encontró un dique: «¡no vamos a permitirle que se vaya!».
Así se protegía al gobierno desde «la oposición». Se planteó la condición sine quo non: «debe rectificar hasta el 10 de agosto». Con este «ultimátum» el PSC quedó enredado en el plazo, en los cables de sus púdicos cogobiernos e impúdicas oposiciones oficiales.
… Y pasó el 10 de agosto.
El PSC tuvo que optar por la ficción para anular la pasada exigencia. Propuso un concurso de modelos. La propuesta, en sí, habría terminado siendo una prolongada ridiculez. Una contienda de modelos de la crema social y económica desfilarían en la pasarela política. Las variantes ocupacionales irían desde el «rechazo al intento de golpe de Estado»,hasta la «defensa de la voluntad popular». El certamen podría durar años. Competición inútil, cargada de rivalidades estériles que desataría pasiones insignificantes. La libertad seguiría siendo un recurso parásito del poder. En definitiva, más tiempo para el gobierno y menos -cada vez menos- para el PSC.
Sin embargo, la sorpresiva declaración de León Febres Cordero recorrió los corredores gubernamentales y como un relámpago atravesó los temores del poder.
En medio de tantas vulgaridades, y como quien está dispuesto a manumitir sentimientos, LFC -hoy con mayor ascendencia que durante el ejercicio de la Presidencia de la República (84-88)- dijo: «tengo que aceptar y admitir con dolor que la democracia formal en Ecuador ha fracasado».
Por primera vez, se contemplaba el fracaso del sistema vigente desde la cumbre del stablishment. Lo confesaba un caudillo nacional. En la arena del circo, todos los granitos que la integran sufren la deshumanización de este atraso, obra de la historia universal de la infamia y de este poder, su continuador.
El fracaso radica en no haber desarrollado las fuerzas productivas. En la usurpación de tiempo histórico. Generación y usufructo de delitos económicos, sociales y políticos (emisiones inorgánicas, devaluaciones, irresponsable endeudamiento externo, especulación monetaria-crediticia-financiera, despilfarro de recursos petroleros, proteccionismo esterilizante, concentración del ingreso. Desconocimiento de los intereses de la diversidad étnica, cultural y regional. Reproducción del subdesarrollo).
Por otro lado, se nos plantea un consenso con los intereses de la bancocracia que representa el gobierno. La solución está (dicen) en que todos nos pongamos de acuerdo con el gobierno.
Esa solución es posible con grupos, bandas, galladas, clubes, con quienes se reparte. Pero con los pueblos, las soluciones tratan la distribución de la riqueza social -material y espiritual-, el avance de la producción. Tienen que ver con leyes de la Historia y la Economía, no con los consensos que requiere un circunstacial poder que declina.
Ecuador no «adolece» precisamente de un gran disenso en el seno del poder. Este gobierno es hechura del consenso. Hubo consenso del poder para el golpe de Estado en 1997. Luego, para ocultarlo, aunque les persigue el recuerdo de lo que hicieron y ven conspiradores en todos los espejos. Hubo consenso para nombrar al Presidente Interino. Consenso, en aquello que se denominó Asamblea «Constituyente» y para aprobar la Constitución. Consenso, en las cúpulas institucionales de la Iglesia, Fuerzas Armadas, algunos medios de comunicación, un sector de la banca. Apoyo de la «comunidad financiera internacional», FMI, BM, BID, CAF. Telegramas (afirman) del Presidente Clinton. El consenso alcanzó el triunfo del stablishment al presentar un solo candidato en 1998. El Congreso Nacional resuelve en consenso: aprobó el 85% de las leyes de origen gubernamental.
El líder ecuatoriano de menor consenso fue Eloy Alfaro, al extremo que enfrentó una guerra civil y terminó incinerado en El Ejido. Su presencia política y militar, defendida por el pueblo, cargada de confrontaciones e iniciativas condujo el mayor avance histórico del país.
Al contrario, el gobierno de mayor consenso en las élites es el de Mahuad, repudiado por el pueblo, descendió en razón inversa a la dimensión de los apoyos que ha contado.
No obstante, LFC ubica el fracaso en la imposibilidad de consensos: «si no podemos ponernos de acuerdo empresarios, políticos y medios de comunicación tenemos que devolver el poder al pueblo que fue quien lo constituyó». Una utopía, sí. No una ficción.
Ahora, decrece la producción. Se afecta la vida de la colectividad. Se imponen las leyes de la existencia, las del instinto colectivo que están sobre las conductas jurídicas y la urbanidad.
Bajo esas condiciones, el país, la propia bancocracia, no pueden continuar. Será por esto que LFC declara: «yo ya no quiero ser parte de este sistema, esto no funciona».
Su palabra vuelve de muchas vanidades. Hace un alto, aguza la contemplación y rebasa los límites de su partido, incluso de los momentos dramáticos de los cuales fue gestor o parte. Corriendo el riesgo de negarse así mismo planteó la utopía: «devolver el poder al pueblo que fue quien lo constituyó».
Su declaración contribuye a ampliar la comprensión social. Debemos diferenciarla del concurso de modelos.
El PSC está traspasado por la crónica del poder. Por eso, en la perspectiva, el stablishment tenderá a ocultar la declaración de LFC. Tal vez, él mismo olvidará sus palabras, pese a la trascendencia que «su derrota» ofrecería al país y a la memoria política.
Ese rayito de luz nunca más dejará dormir tranquilo al apolillado régimen.