Una moral para el desarrollo

El denominado Nuevo Orden Mundial ha cuestionado de manera violenta la organización económica, política e ideológica basada en el Estado y las economías nacionales. Se diría que ahí radican las dificultades que permanecen enraizadas en las ideas de esa antigua organización social.

A veces, la conciencia se retrasa respecto de las condiciones materiales y espirituales que modifican el quehacer humano. La historia se realiza -a pesar de voluntades individuales- a través de la voluntad social.

El atraso en la ideología, respecto de la realidad, momifica ideas que mantienen el subdesarrollo y protegen a la economía nacional y su Estado. Esta moral sobrevive parásita de estructuras tradicionales, de vínculos familiares del poder y de estériles formas de apropiación. La vacuidad moral se expresa en su disfraz de anticorrupción. También a nivel mundial.

Los principios de la ética que la historia renueva superarán estas formas de la moral que decae, usufructuaria de reconocimientos y condescendencias que todavía dan curso y cauce a una ideología estrechamente entregada a los simulacros del saber, la honestidad, la práctica ajena al desarrollo.

La corrupción es síntoma de atraso y también de necesidades modernizadoras.

La lectura de los procesos sociales es fecunda cuando es integral, desde la moral completa. Sus proclamas no deben reducirse a sanciones, penas, tormentos, condenas. La sociedad no se divide entre delincuentes y no delincuentes. Una moral del desarrollo no encubre la especulación ni el atraso, no impone falsas contradicciones.

La moralina pacata, gazmoña, semi oculta en cosméticos, colores, vestidos, señuelos y transitorios maquillajes ha devenido en la esquizofrenia del poder. Tiene el monopolio de la razón, separa a los malos de los buenos, se legitima a sí misma y ha terminado afirmando: la moral soy yo. Y yo soy quienes a mí me sirven. Lo demás no existe.

Esta concepción de la ética es la que fenece. Mientras tanto, recorre todo el cuerpo de la decadente democracia, y con ella el conjunto de ideas que reinan, pilares del poder especulativo, guías de medios de comunicación, cadenas del espíritu colectivo.

Esta no es la moral de la corte victoriana que inicia el fin del imperio inglés, donde todo era teatral. No. Esa simulación contaba con un antecedente de fortaleza real. En cambio, la moral de este subdesarrollado poder lleva la impronta de un tiempo de sumisión. Y unió a esa moral agónica los atuendos y ritos de su cristianismo de élite.

La senilidad de esta moral se caracteriza por la generación y manejo de los prejuicios que hacen y legitiman el cenáculo de la «virtud». Ellos establecen a quién premiar, a quién castigar.

Esta moral repleta de dobleces, es premisa de la ética de la represión, destino del despeñadero que urde el mantenimiento de este poder.

Se impone dar paso a la moral del desarrollo, ligada a la historia universal, categoría del movimiento progresista. Una moral que recoja los principios de la superación social. Una moral que dinamice la transformación, que no se detenga en los dogmas ni los intereses retrógrados que han protegido a casi todas las fuerzas gobernantes.

Aún no se establece una ética de la economía mundial naciente. Sin embargo, el desarrollo y su correspondiente moral, suponen ruptura con la estrechez de la que hoy impera. Ubicar al hombre en un escenario mas libre, con menos prohibiciones, con mayor reconocimiento de sus necesidades y aproximación al curso ineludible del nuevo estadio de la historia.

Por mucho tiempo aún, la unipolaridad militar del mundo dará vigencia a las formas ideológicas que han protegido el Estado nacional y sus transitorios esquemas económicos. Para superar este momento, a más de la ciencia y la técnica, será imprescindible incorporar la fuerza de una moral del desarrollo.