Ante el atraso del Estado y la sociedad ecuatorianos, el poder tiene responsabilidad a pesar de la «inocencia» que reviste a cada uno de sus eslabones económicos y políticos.
El último mandatario generalmente miembro de la casta del poder, se proclama siempre «no responsable» del desastre recibido» y se autoproclama facilitador de la solución que nace de la «adhesión consensual» a «su» propia postura.
Esa pose de estadista está agotada. Desgastó los hilos de su vestimenta. Ya no es convicción sino recurso final y arrastra consigo la organización social enclaustrada y envilecida, al extremo de silenciar el hurto del tiempo histórico al país.
A fuerza de estereotipar su dominación como victoria, cada triunfo terminó siendo la derrota de todos. Hoy, los laureles del poder adornan el descalabro.
El oficialismo gubernamental, cuyas «virtuosas cualidades» se erosionaban al tiempo que oscilaban hacia el auge de los opositores oficiales, ya no garantiza tal destino. El hilo del péndulo está roto y se mueve en dirección del abismo.
Los opositores son llamados a continuar la degeneración, a consensuar entre dirigentes de la misma especie. El éxito del manejo de colectividades radica en la propagación del miedo, sobre todo, el miedo a la ruptura. En el fondo, yace sólida y derruida la unidad de hecho.
El «consenso» recrea el poder de la banca especulativa, fuerza dirigente del Estado. Si falla, se anticipan las imágenes del desastre.
La impotencia del poder contagia, perpetúa la desesperanza de la sociedad sumergida en el más abyecto control de la mayoría de los medios de comunicación vinculados al minúsculo grupo de especuladores financieros y sus representantes políticos.
La esterilización de la oposición es el principio fundamental de la prensa copartícipe del poder. La oposición verdadera se volvió sacrílega. Las diferencias se reducen a «posturas u opiniones democráticas distintas» para cultivar el miedo.
El gobierno sabe que se protege con la oposición, que no existe mayor fuerza invisible que la conversión de las masas y sus dirigentes en recipientes de prejuicios sistematizados. Estos se expanden, amarran, decapitan las oposiciones reales, protegen la virtud del sumiso y el consenso que requiere el poder decadente.
A fines del siglo XX, el poder que heredó de las guerras de la Independencia haciendas, riquezas e imágenes heroicas las transformó en un casino de arrendamiento, con cielos y subsuelos rendidos a la fuerza y bajo la peor de las comprensiones, creer que «este gobierno de todas maneras es un bien», aunque anulado a sí mismo por la pequeñez de sus apetitos.
Los manipuladores de la palabra reproducen como virtud la sumisión practicada por la «mayoría». Vuelven trascendente lo banal, difunden profusamente las preferencias de la dominación y desconocen cualquier hecho que perturbe el mantenimiento del «representante de la democracia».
El gobierno no es de la nación, es de los banqueros acreedores. Por eso, la imposibilidad de consensuar mas allá del poder, premisa de la violencia por venir.