«Allí donde un sastre remendaría su tela, donde un calculista hábil corregiría sus errores, donde el artista retocaría su obra maestra todavía imperfecta, la naturaleza prefiere volver a empezar desde la arcilla, desde el caos, y ese derecho es lo que llamamos orden de las cosas» (M. Yourcenar).
Esta crisis tensa, sin regreso, los antagonismos que la agravan. Pertenece a aquellas que periódicamente hacen la evolución. En el vicioso ámbito de la administración no encuentra solución económica ni política ni militar ni ideológica. Es una crisis histórica, el fin de una estructura de poder. Y cuando la continuidad de la vida es la solución, el caos resuelve.
Esa solución posee la complejidad que la naturaleza determina cuando alguna de sus cosas se daña. Empieza de nuevo y desde el caos. Así es la historia. Así es lo que Ecuador hoy ha comenzado a transitar inmerso en esta callejuela sin salida.
Nos dirigimos al «fondo», al límite en las formas de organización. Es el ocaso del enmohecido poder que conduce al Estado y a su anquilosada representación política, al extenuado aparato administrativo y a las ideas moribundas con las cuales domina.
Para crisis de estas dimensiones no existen salidas parciales. No bastan las propuestas de economistas, políticos, militares, empresarios o trabajadores aislados. La condición radica en la potenciación de la fuerza y la presión colectivas. Acciones y resistencias confluyen en una resultante, ajena a la voluntad y al interés de cada uno, que, no obstante, representa a todos. No hay solución desde (y para) una propuesta, sino desde todas las energías con las cuales la historia rebasa sus fronteras y trasciende el espacio de crisis, destruyendo el círculo vicioso en el cual ha vivido.
El poder de la banca, traficante de la prepotencia rentista, caducó. La banca creó para sí, sin nexos con el desarrollo, una canallesca representación que convirtió al Estado en su botín, hizo suyo el Banco Central, las políticas monetaria, financiera y crediticia; los recursos del petróleo y los que ingresaron como deuda pública. El resultado es la miseria, la pauperización, la destrucción espíritual, en medio de abundantes e inútiles discursos seudo-nacionales y seudo-técnicos.
Estas técnicas se han reducido a una prestidigitación inútil, a formalismos cortesanos, propuestas de «salidas» y «acuerdos» con sus ecos y espejos. No sirven, tenemos que aceptarlo, para que la palabra de este pueblo no siga siendo un sonido estéril.
Esa gavilla que tramó la panacea en la privatización, instrumentalizó el Estado para salvarse, desprestigió todo proceso privatizador para socializar sus pérdidas y mantener la riqueza acumulada durante 30 años a costa del desarrollo.
El poder tradicional ha caducado. Ya no exhibirá más como virtud la devaluación irremediable con sus denominaciones y misterios. No más el «financiamiento» inflacionario endémico y sus respectivos enigmas. No seguirá transfigurando el endeudamiento en simulado economicismo donde se pronuncian las variantes de la usura-brady como si fueran conocimientos y se vomitan los presupuestos que los acreedores exigen. Aquí, ese saber se transmuta en desecho.
No habrá golpe de Estado contra la casta política que se apropió del Estado. Pero ésta se derrumba como un techo derruido, apolillado. Ningún esfuerzo basta para sostenerla. Cae paulatinamente a pesar de poderosos pesares.
El aparato administrativo del territorio nacional está postrado, también la administración financiera. A este desmoronamiento se suma la emergencia de la globalización. Han perdido sus perfiles los conceptos de soberanía, las jurisdicciones y competencias estatales, las funciones del territorio, los uniformes nacionales de la moneda. El comercio internacional muta y somete a exigencias mundiales los criterios sobre el valor y el intercambio de mercancías. Se recuperan dependencias y diferencias entre dinero y moneda.
Ante la fatiga de una forma de Estado, se revelan los planteamientos de autonomías. No se trata solo de una provincia o de las 22. Hay más autonomías exigidas. Los organismos de poder local, los pueblos indios y negros reclaman, incluso, normas propias, territorialidad y reconocimiento de la plurinacionalidad.
Ante esto, el viejo poder solo cuenta con la violencia.
Manabí será para mucho tiempo el enclave de una base norteamericana. Esto no se resolverá con un plebiscito. Ecuador entero ha sido convertido en objetivo militar.
La fragmentación de los Estados es universal. Ha estado presente en Europa. Los Estados han ido a la descomposición, a otros tipos de unidad interestatal. Es posible que muchos Estados de América Latina se partan, el mismo Estado norteamericano se puede fraccionar un día en el proceso de globalización.
Sin embargo, las mutaciones de la soberanía y las jurisdicciones estatales prometen desarrollo.
La historia cambia. El Estado nacional no existió siempre y es posible que se estructuren estados-regiones, estados-ciudades, estados-empresas, estados-mercados. No sabemos aún a qué procesos vamos a asistir.
En Ecuador se ha quebrado la fuente de la ideología dominante. La realidad ha ido mas rápido que las ideas y el lenguaje, por supuesto. Las mejores ideas no brotan de ilusiones. Cuando no hay salida, ellas florecen de conflictos y rupturas. Siendo así, se juntan las fuerzas mas diversas y contradictorias e inventan un tiempo de otras luces y sombras.
Sí, se ha llegado a una situación en la cual las formas tradicionales se acaban, se abre paso el renacimiento que exige la naturaleza.
Y es entonces cuando el caos fecunda la historia.